En medio de la fiesta popular, producto del último día del año, alguien decide bajarle el volumen a la música de Pastor López y Rodolfo Aicardi y opta por sintonizar la radio a las 11:54 p.m. Lo único que espera esta persona es que los programas de fin de año grabados por las emisoras reproduzcan, como lo han hecho ya por décadas, las agónicas notas de la canción de Néstor Zavarce: “Faltan 5 pa las doce”.
De inmediato, las campanadas con las que se inicia esta canción se escuchan en todas partes. Sus tristes melodías logran lo que no pueden hacer las demás en todo el año: que a las 11:55 p.m. la misma canción viaje por las ondas sonoras parar entrar con su carga dramática y rematar el año.
Un enorme caudal de sentimientos comienza a aflorar. Unos corren a estar listos para que a las 12:00 a.m., cuando se reinicie todo el calendario, se puedan precisar todos los mitos y agüeros que han hecho carrera por años. Entonces, una tía opta por repartir azúcar, arroz, lentejas o cualquier legumbre en la que confíe su prosperidad. Alguien más, procurando destrabar la tensión, decide repartir licor. Los padres llaman a sus hijos y se permiten juntos la tradición de ver correr el tiempo.
La canción de Néstor Zavarce se termina faltando dos para las 12:00. Entonces, un silencio incómodo reposa sobre todos los presentes quienes aguardan a que el reloj les diga que ya no es diciembre, sino enero, y que, por lo contrario, todo se siente igual. Algunos han llorado por la ansiosa sensación de creer que para el próximo momento agónico de volver a escuchar la canción de Zavarce las cosas no serán iguales. Otros lloran porque lo presente ya no es como lo ausente.
A las 12:00 a.m. y unos segunditos más adelante después de decir ¡feliz año nuevo!, comienza en las emisoras el primer fenómeno radial del año: La canción “Año nuevo” de la orquesta Billo’s Caracas Boys suena por todos lados. Los abrazos que no se habían liberado por la tensión del fin de año anterior brotan con suma libertad. Hay gritos. Hay alborozo. Año nuevo, vida nueva. Algunos rezan, otros lloran con nostalgia. Todas las emociones son legítimas aquí.
A las 12:05 a.m. todo vuelve a la normalidad, mientras un flujo de mensajes se vive entre chats y teléfonos para unir a los ausentes en la misma conversación. Ahora, a las 12:15 a.m., todo vuelve a ser como era en el año anterior con la diferencia de unos minutos que se reflejan en hombros liberados y mentes embelesadas por esperanza y optimismo.
No obstante, el cambio de año trae amarrados, como si fuera un rezo de cualquier brujo, una carga importante de canjes tributarios, incrementos de precios y situaciones que logran pasar de agache en medio del alboroto y la parafernalia propia del giro completo en el calendario. Y, conforme pasan los minutos, se refuerza la idea de tener que volver a comenzar. Algunos ansiosos ponen hasta esta hora del 2 de enero el pensamiento en perspectiva sobre lo que quieren hacer este 2023. Llueven los propósitos, pero también prosperan los plazos.
De repente, con el pasar de las horas, hay que volver a desfilar por el mismo sendero del año pasado y el anterior. El primer día laboral del año es un lunes, a la espera del próximo festivo, día 9. Otros nos preparamos mentalmente para cumplir 30 años, mientras vemos cómo se repite el ciclo una y otra vez y nos sorprendemos cómo lo mismo de siempre logra cautivarnos la emoción.
Así, entonces, esta columna que fue escrita el año pasado -por más lejano que suene- es un recordatorio de cómo repetimos las tradiciones, quizás porque las vemos como algo sagrado, o porque es nuestra naturaleza volver a aquello que nos ha unido y reparado después de terminar otro año en medio del más difícil agotamiento.
Las fiestas van terminando de a poco, aunque en Manizales la feria anual lo extienda un poco más, y el recordatorio de tener que volver a empezar se haga patente. Al fin y al cabo, este año hay que trabajar, estudiar y, en octubre, votar a consciencia, si no, todo seguirá igual.
¡Feliz 2023!