El título de esta columna fue sugerencia de mi amigo Giles Pitts, un estudiante de maestría en radio en Goldsmiths, Universidad de Londres, lugar donde ambos acudimos a clase.
Tras una conversación en un bar de la ciudad sobre la tecnología, la novela María y sus efectos en las relaciones humanas, llegamos a la conclusión de que estamos cerca y lejos de casa al mismo tiempo. Y, en ocasiones, no solo de casa, sino de seres queridos y hasta de nosotros.
Lo escribo porque vivir lejos de casa exige un choque cultural inevitable que en ocasiones puede ser abrumador y extenuante. Estamos en una época no vista antes por la humanidad en la cual la tecnología, mediante la internet y otros dispositivos, ha servido de puente para un encuentro cara a cara no presencial. Por lo tanto, resulta absolutamente fascinante tener comunicación en tiempo real con nuestros seres queridos, revisar lo que sucede en el entorno de origen y reconocer, también, el peso de las distancias.
Aclaro que esta no es una columna ambientada en la sobriedad propia de la nostalgia, sino que es una reflexión común que surgió tras recordar el papel de Efraín, en María, cuando este debe hacer todo lo posible para salir desde Londres hasta llegar al Valle del Cauca para visitar a su amada una vez conocida la noticia de su enfermedad. El proceso de comunicación y reacción pudo haber tardado meses, en ese entonces, pero la distancia es la misma.
Hoy resulta una absoluta paradoja estar tan cerca y, también, tan lejos de lo más preciado. En nuestro diálogo en el ‘pub’, como llaman los británicos al bar, reconocimos que la nueva velocidad de las comunicaciones ha permitido matizar un poco las distancias y abrazarlas con menos angustia. Sin embargo, se torna en un contacto efímero condicionado por el medio. Al fin y al cabo, el consuelo se somete únicamente a dos sentidos: la vista y el oído.
La videollamada, el mensaje de texto o la nota de voz, han remplazado la comunicación extemporánea y extraordinaria de las cartas enviadas por el servicio postal y han recortado las distancias de la comunicación, algo, quizás inimaginable para el propio Jorge Isaacs, autor de la novela. La disponibilidad inmediata y casi que ilimitada de las comunicaciones cibernéticas nos ha llevado a tener canales abiertos que muchas veces ni siquiera se utilizan y se dan por sentado. Al ser cotidianas y comunes, también pierden el beneficio de la novedad.
De lo más cercano e inmediato, como las relaciones humanas fluidas, nos hemos ido alejando lentamente. Quizás porque ahora preferimos enviar un mensaje de texto animado por algunos emoticonos, en lugar de apelar a lo emotivo de la voz y la expresividad del encuentro, además de una narración sensible y pensada.
Así como Giles puede hablar con su familia en Leeds, su ciudad natal, o yo lo puedo hacer con mi familia en Manizales y con mis amigos en cualquier lugar, es esa posibilidad de compartir sin poder abrazar lo que nos hace estar tan cerca y tan lejos. Creo, eso sí, más cerca, que lejos, pese a la condena de la distancia. Lo evidente es que todo seguirá cambiando, así como ya no se envían cartas, sino que son cortas líneas de chat las que lo dominan todo, no esperando por semanas o meses una respuesta, sino dejándolo todo a la espera de segundos o minutos, si es que hay contestación.
Aunque parte fundamental del proceso es la inmersión en una nueva cultura o en diferentes rutinas, siempre permanece la conexión con la tierra primera. Finalmente, todos somos seres de costumbres y estamos limitados por ellas.