Hace unos días, con unos colegas de Chevening Colombia, decidimos hacer un ejercicio valiosísimo: este consistió en buscar conocernos más, pues, aunque todos estamos lejos de casa, hemos tejido lazos familiares excepcionales. Por lo tanto, cada uno decidió -a su manera- elaborar una presentación para contar su vida y mostrar qué ha forjado su camino.
El ejercicio duró horas debido a la enorme cantidad de historias. No hubo filtros y así como se escucharon risotadas, también hubo lágrimas y emoción pura. Esto no hubiera sido posible si no nos hubiéramos puesto en la posición de vulnerabilidad para abrir todo lo que nos compone sin temor a ser juzgados.
Y es que la vulnerabilidad despierta una fuerza interior impensada que puede explicar por qué tantas personas le temen, dada la profunda liberación que provoca. La vulnerabilidad es la cualidad de poder ser herido, si se descompone el término desde la etimología. Y es claro, siempre queremos protegernos y nadie quiere salir lastimado; es instintivo.
Ser vulnerables no es una tarea que se aprenda; es, mejor, un hábito para reducir el ‘performance’ de felicidad, productividad y completitud que llevamos a diario para cumplir con nuestras metas sociales. Contarnos desde aquello que nos ha dolido, que nos ha partido y que nos ha dejado cicatrices es una manera sensata de abrazar el pasado para conducirnos livianos al futuro.
Pese a que suena románticamente loable, nuestro actual ritmo de vida nos aleja cada vez más del sueño de autenticidad que significa la vulnerabilidad. Peor, hay una obcecación por mostrar un desmedido control de la vida y un optimismo que llega a ser chocante. Hay un afán por la productividad, por la vida ‘sana’ y por el aprovechamiento excesivo del tiempo libre que le quita todo lo natural al ejercicio simple de sentir.
“La procesión va por dentro” es una manida locución que tienen muchas personas para reprimir sus emociones y lidiar íntimamente con ellas. Hablar de los pesares, para ellos, es ese terrible reencuentro que no merece ser verbalizado, tal vez, pero también es una pelea sin fin para no ceder a la superación. Es una lucha mental entre lo que dirían algunos y lo que en realidad daría felicidad.
No con lo anterior pretendo hacer entender que todos los problemas merecen ser ventilados, sino, por lo contrario, aprender a buscar ayuda y cultivarse con ella. Claramente, esto solo puede suceder en relaciones sanas, que se basan en la solidaridad y la autenticidad. Cuando no existe ese temor a ser juzgados, entonces, cambian completamente las condiciones que nos alejan de la idea de ser vulnerables y libres.
Sin embargo, la retórica social ha reducido la vulnerabilidad a una versión mediática para señalar que esta solamente se conecta con condiciones de pobreza y marginalidad. “Personas vulnerables” solo para señalar a aquellos cuya pobreza los deja a merced de todas las desgracias que puedan suceder. Y así, de eufemismo en eufemismo, hemos enterrado nuestra realidad emocional.
La vulnerabilidad profiere una enorme ventaja cuando está en el diario vivir: se abre una capacidad de conocimiento interior que provee de fuerzas ante cualquier desafío. Sin embargo, dado su “costo” y el estigma que la vincula erradamente con un sentido de debilidad, es que hemos preferido la dureza y la sensación de inmunidad a ser auténticos y libres.
Ser vulnerables no es sufrir ni es carta de sometimiento. Ser vulnerables es una forma de liberación de modelos y actuaciones para ser quien en realidad se es; es el camino para cosechar los dulces frutos que trae la autenticidad y la aceptación.