Hace un par de semanas terminamos –y lo digo en plural– un periodo traumático de discordia nacional. Ese mismo lapso estuvo alimentado por meses de especulaciones, chismes, malas intenciones y cualquier otro tipo de provocación que buscaba la pérdida de la paz personal y grupal.
Las peleas se compraban como pan en las redes sociales. Entrar a Twitter o Facebook era una situación desgastante y hasta desmoralizante. Ni qué decir de muchos chats familiares o amistosos que eran arenas de desencuentro entre quienes aprendieron que la política se hace supuestamente atacando a los demás, en lugar de defender lo propio. Así, reconozco mi ingenuidad en este campo.
Todos vivíamos en un estado de enfrentamiento. Colombia era un caldero esperando una fecha para enfriarse o avivarse en el temor de ser una tierra de nadie, sustentada en una azuzada anarquía. Se dijo de todo para crear ese miedo absoluto, ese mismo que lleva a muchas personas a vencer las barreras de su moderación con el fin de conservarse, en otras palabras, a hacer lo que fuera posible para resguardarse.
La pelea, pues, se convirtió en el pasatiempo nacional, si es que no ha sido ya una vocación. Enfrentarnos, pelearnos, combatirnos ha sido nuestra historia. Y, lo que más me preocupa o me genera curiosidad, es que haya quienes creen que la pelea es lo que realmente nos ha dado la libertad o que vencer en el conflicto ha sido la llave para la paz. Es una falacia.
Tanto fue el discurso de odio y de dudas injustificadas que muchos colombianos se enfrentaron a sus seres queridos por defender su postura política. Muchas amistades y vínculos sociales estuvieron en peligro o se terminaron por una discrepancia ideológica. Algunos otros metieron sus manos al fuego pretendiendo sentir lo mismo que su candidato de simpatías y se quemaron.
Ahora que ya terminó la campaña presidencial y las aguas se han calmado, lastimosamente se mantienen muchos egos heridos, sobre todo, de aquellos que no tienen nada que perder en la arena política. Lo que hemos visto es que los que han estado en el poder han sabido negociar sus diferencias y continuar; es decir, haciendo política, que es su vocación.
Entre tanto, en muchas partes, hay quienes no se hablan, sin soportar que la decisión de algunos haya llevado a la dicha o desdicha del contrario. Básicamente, los que no tenían por qué pelear terminaron encerrados en una profunda enemistad, mientras que quienes lo propagaron ahora pueden estar compartiendo como viejos conocidos (que la mayoría lo son).
Y este escenario se puede repetir en otros contextos de la sociedad. Solo, por ejemplo, bastaría citar el deporte, donde cualquier palabra o burla suele ser tomada como una declaración de guerra. Muchas vidas se han perdido por llevar una simple camiseta de un equipo de fútbol. Y así vamos… La costumbre es pelear.
Finalmente, las diferencias irreconciliables, como pueden parecer muchas de estas, solo se dan por un fanatismo que cierra los sentidos e impide reconocer el mundo. ¿Se le mediría usted a pelear con los oídos y los ojos tapados? Pues, precisamente, eso hacen los fanáticos. Pelearse…