“Mamá, ¿dónde están los juguetes? Mamá, el niño no los trajo. ¿Será que no vio tu cartita, que pusiste en la noche, sobre tu chaquetita? Mamá, hoy me siento muy triste. Mamá, el niño no me quiere. ¿Será que tú hiciste algo malo y el niñito lo supo, por eso no los trajo? Mi amor, ya no te sientas triste. Mi amor, si a tu lado me tienes… Y así esperaremos juntos, rezaremos al cielo hasta el año que viene”.
“¿Por qué lloras, niño?, ¿por qué lloras tú? Porque no ha venido el Niño Jesús. Se puso sus zapatitos y una carta le escribió, pero el niño pobre sin juguetes se quedó. La madre llorando estaba, y el padre también lloró. Pero algo les confortaba, y era su amor a Dios”.
Hay un grueso de personas que odian estos dos villancicos que son populares en esta época del año. ‘El niño pobre’ y ‘Mamá, dónde están los juguetes’ nos ponen de frente con la crudeza propia de la pobreza.
Esa aversión por estas canciones es una negación ante el significado doloroso de la pobreza y cuyo escenario es difícil de conectar desde el privilegio o la apatía. 
Ambos villancicos desnudan una realidad que queda sepultada dentro de jolgorio propio de diciembre y su promovido aire de generosidad: muchos niños se quedan ilusionados esperando un regalo de Navidad que no llega, por cuanto sus padres o quienes proveen por ellos no tienen cómo sustentar ni pagar un juguete.
Las ilusiones no tienen costo ni vienen atadas con un límite del deseo. Por lo contrario, deseamos porque, como reza aquel dicho, “soñar no cuesta nada”. Muchos padres deben priorizar su alimentación, su habitación o cualquier otra obligación sobre el deseo de sus hijos.
Estas dos canciones son parte fundamental de esta fiesta que, aunque romanceada y mercantilizada, encierra también el enfrentamiento con las carencias, las inequidades y las desigualdades que nos agrupan a todos como comunidad o sociedad. 
He leído muchas veces en redes sociales -sí, el peor de los ejemplos- a varias personas decir que crecieron con el trauma de escuchar ‘Mamá, dónde están los juguetes’. Parecería apenas obvio: es un escenario indeseable desde cualquier óptica, todavía más, de niño, a sabiendas que alguien se puede encontrar de frente con el crudo puño de la pobreza. 
Estos dos villancicos están edificados en un drama enorme: hay voces de niños que claman un regalo, mientras los adultos pretenden explicar lo que les sucede. Pero, ambas canciones cumplen en reflejar un drama que tampoco tiene fecha de caducidad.
Cada familia vive sus navidades de maneras distintas. Algunos prefieren los regalos, otros tantos prefieren sentarse alrededor de una mesa para celebrar y dar gracias por los logros de un año en extinción. Están quienes huyen de la navidad por el dolor que les produce esta época y su nostalgia adherida. Hay quienes quieren, pero no pueden.
Hace poco me topé con una carta al Niño Dios de un pequeño que para Navidad solo pedía un balón con el ánimo de poder compartirlo en juegos con los demás. Lo que más me atrapó y me conmovió hasta algunas lágrimas fue su deseo de pedir solo una cosa precisa para que otros niños pudieran también tener un regalo.
El significado de esa acción de ese niño es una conmemoración del compartir en medio de situaciones de pobreza. La generosidad no se mide en la capacidad de dar, sino en compartir todo lo que se tiene.
Quizás dar un repaso por estas canciones en medio de la época navideña -en lugar de vivir en una negación inimaginable y aversión hacia ellas- sirva para entender que, aunque se tengan muchos regalos y haya juguetes por doquier, la pobreza está ahí si lo que menos se piensa es en vivir en entenderla, no para sufrirla, sino para ayudar a superarla. 
¡Feliz Navidad! ¡Saludable 2024! Nos leemos el próximo año.