Una persona quiere castigar a otra sin piedad porque las cosas no funcionaron como una de las partes lo pretendió. Otro decide insultar públicamente a alguien más por lo que considera un traidor. El costo de las cosas aumenta sin hallar límite, mientras su valor es igual o menor. Alcaldes verdes que nunca madurarán solo buscan cautivar para luego decepcionar. Muchos quieren someter a los demás según sus credos o creencias.
Del mismo modo, los altercados y escándalos no cesan, así como las noticias de una sociedad trastornada y enfurecida. Hay obras en la vía pública que no progresan y solo entorpecen la vida de miles de ciudadanos. Un funcionario pretencioso quiere demostrar que es poderoso, pero lo despiden en el intento, aunque sostiene que renunció. Otros muchos ven y callan. Hay indignación sin dignidad.
Después de esto y más, lo curioso y lamentable es que todo sigue igual, aunque haya quienes pretendan vender un cambio y una renovación en el actuar público, pese a que están atados a los mecanismos y el sistema de siempre sin que se asome una alternativa real. El país –inmóvil– se confirma como una nación de pregoneros y embusteros que prometen que lo sería y no es.
En verdad, leer estas noticias que salen de Colombia desalienta. Peor aún, persuaden a quienes vivimos fuera del país a querer ignorar por momentos la realidad nacional para poder salir de ese espiral de drama y conflicto que es nuestra patria. Es un estado de negación para evitar continuar con el desgaste que causa un país tan variado, pero que se ve parejo por sus problemas.
Ir a las planas de los diarios es encontrar que todo se mantiene indiferente, como si se tratara de un círculo vicioso o de un uróboro, aquella serpiente que se muerde su cola. Todo se repite, una y otra vez. Saber del país se convierte en un acto de fe y en un reproche por querer entender desde fuera lo que nunca hemos comprendido desde dentro.
Sin embargo, es imposible ocultar lo que somos. Nadie puede faltar a la verdad para reconocer que hemos batallado entre miles y miles problemas para poder desarrollar una nación que necesita entenderse a sí. El pero es que el país pretende en muchas ocasiones saltarse los pasos necesarios para la comprensión dado que falta lo más básico de la comunicación: hablar y escuchar para ser entendidos.
Estar afuera también es un sufrimiento por el devenir de la región y del país. Quizás, con la distancia física se hacen un poco más evidentes los problemas por los cuales hemos sufrido: egolatrías y egoísmo provocados por ambiciones e inseguridades de muchos. También, porque en Colombia existe una cultura de la trampa y la desconfianza; del miedo y la paranoia. Hay un daño evidente que es urgente sanar, pero nadie se atreve porque no se sabe la solución a ciencia cierta.
Por eso el malestar de patria no es propio de querer evitar nuestras letanías de siempre, sino, también, por habernos negado por años a reconocer nuestras debilidades. Las hemos ocultado de tal manera que volver a ellas es tener que forzar un incómodo encuentro con nosotros mismos. Es como si el país necesitara de terapia colectiva, pero no sabemos qué hacer para avanzar. Y como estamos peleados con nuestra propia realidad, vivimos consecuentemente en estado de negación.
Nos cuesta reconocer nuestros problemas como creemos que es costosa la solución a nuestras vicisitudes de cada día. Vale la pena hacer un acto de contrición y aceptación de culpa para pasar de negar a aceptar lo que somos, desde dentro o desde fuera. De pronto así nos libramos de eso que hoy nos desgasta y nos roba la vida y dejamos de negarnos saber de nosotros mismos, por triste y lamentable que sea.