“Discúlpeme, no le había reconocido: he cambiado mucho”.
Algunos le atribuyen esta ironía al poeta y dramaturgo irlandés Óscar Wilde, quien por años tuvo que ir cambiando de ropa y apariencias para ajustarse a la imagen que la sociedad de la Inglaterra victoriana le exigía. 
A Wilde no se le permitía ser él. Por lo contrario, optó por seguir la corriente del status quo, pero esto no fue otra cosa que el enfrentamiento por su propia verdad y, por consiguiente, de la deconstrucción de sí para entregarse con sensatez y vulnerabilidad a su autenticidad, además del amor profundo y sincero por Lord Alfred Douglas, su adorado “Bosie”.
Pese a conocer la libertad de ser quien él era en realidad y así enfrentarse a su comunidad y a los demás, Wilde retó la hostilidad inmisericorde de la sociedad conservadora de la época, que consideraba su homosexualidad inaceptable y que lo llevó a Francia a morir, paradójicamente, bajo otro nombre a sus 46 años. 
Óscar Wilde falleció el 30 de noviembre de 1900 en París por complicaciones de salud, luego de cumplir una condena de encarcelamiento en Inglaterra por “indecencia grave” y que lo llevó a vivir condiciones brutales e indignas en prisión. Así, pues, Wilde vivió exiliado en Francia bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth.
Su muerte marcó el trágico final de una vida manifiesta por el éxito literario, la controversia y el sufrimiento personal debido a la persecución de la masa victoriana por su orientación sexual. Solo décadas después, y con una sociedad que está en lenta transformación, su obra y su figura han sido reconocidas y, sobre todo, apreciadas y comprendidas de manera significativa en el ámbito literario y cultural. 
Wilde entendió que su lealtad por la esencia fue lo que lo llevó a enfrentarse con los brazos abiertos a su vulnerabilidad, pese a que sabía que el costo era altísimo. Su actuar enseñó que no existe otro camino a la libertad que abrazar aquellas situaciones que siempre se nos han hecho incómodas y que de manera inclemente nos han inducido dolores que parecen nunca irse. 
Por tal, la deconstrucción de la personalidad posiblemente sea una etapa que después se confirma con las decisiones que tomamos, las relaciones que fundamos o cortamos, además de entender que uno de los errores más comunes es dar por sentado que lo que somos, por convicción o presión de los demás, nunca cambiará. La deconstrucción va de los pensamientos al hábito y, quizás, de allí no se regresa. 
Precisamente, y bajo esa tutela, uno de los principales beneficios de la deconstrucción personal es la capacidad de construir relaciones más sanas y auténticas. 
Cuando somos conscientes de nuestras propias creencias y prejuicios, podemos reconocer cómo pueden afectar nuestras interacciones con los demás y si es conveniente mantener vínculos que en realidad se convierten en lazos nocivos o tóxicos.  
La deconstrucción nos permite ser más empáticos y comprensivos y nos aparta de un torbellino voraz que nos atrapa solo en nuestro propio punto de vista y en el cual no hay lugar para abrazar los cambios, las bienvenidas ni las despedidas.  
En lugar de juzgar rápidamente a los demás, nos esforzamos por entender sus perspectivas y experiencias. También, la deconstrucción nos ayuda a liberarnos de los estereotipos y roles de género limitantes que a menudo influyen en nuestras relaciones.  
Nos permite ser más flexibles y abiertos a diferentes formas de amar y relacionarnos.  
En lugar de adherirnos a expectativas rígidas sobre cómo deben ser las relaciones, podemos crear vínculos que sean auténticos y significativos para nosotros y nuestras parejas, además de ser incluyentes y comprensivos.  
Esto nos hace más conscientes de nuestras propias necesidades y límites, lo que es fundamental para establecer líneas saludables en las relaciones y evitar la sobreexplotación o el abuso emocional. 
Como sucedió en la vida de Óscar Wilde, la deconstrucción no es fácil. Por lo contrario, es desafiante. Tampoco es una tarea que se emprende un lunes en la mañana con la expectativa de haberlo cambiado todo para el viernes. Es un proceso largo que tiene costos y consecuencias que se remedian con la paz de ser auténtico y real.  
Por eso, que no sea sorpresa, como dijo Wilde, si vamos por la calle y ya no nos reconocemos con lo que fuimos antes. Nuestra lealtad es con nosotros, no con lo que los demás presuman.