No hay una edad exacta cuando esto sucede. Para algunas personas, todo comienza después de cumplir la mayoría de edad o luego de los 20 años. En mi caso, por citar un ejemplo, ha comenzado pasados los 30. En esencia, la mayoría de nosotros se encuentra con el rol invertido del cuidador en algún momento de la adultez.

Es la circunstancia en la que los hijos, aquellos que una vez nos vimos como la encarnación misma de la juventud y la vitalidad, de repente estamos en el papel inesperado de cuidadores de nuestros progenitores o cuidadores, quienes ahora tienen menos fuerzas, complicaciones fisiológicas y debilidades que antes pensamos que no eran de su naturaleza.

En el corazón de este giro de roles y responsabilidades yace un profundo acto de amor y devoción. Los hijos, ahora adultos, encontramos dentro de nosotros una fuerza que nunca imaginamos poseer, mientras nos embarcamos en la tarea de cuidar de aquellos que una vez nos atendieron. Es un acto de reciprocidad, de gratitud y, a menudo, de sacrificio silencioso que puede tener exigencias de diferente índole.

Sin embargo, detrás de este acto aparentemente noble, se esconden una serie de complejas emociones y desafíos tanto para padres como hijos. La transición de hijo a cuidador puede ser tumultuosa, marcada por la lucha entre el deseo de preservar la independencia y la necesidad de asumir responsabilidades cada vez mayores para garantizar que los padres tengan tranquilidad. Pero a ninguno de nosotros nos prepararon para ver a nuestros padres envejecer y flaquear ante las fatigas de la edad. 

El enfrentamiento con la fragilidad y la mortalidad de los padres puede resultar abrumador, pues en muchas ocasiones los hijos luchamos por equilibrar nuestras vidas con las demandas de la atención filial, la vorágine del trabajo y el establecimiento del proyecto de vida.

En esta inexplorada labor sobre cuidar a los padres, que no da largas esperas, enfrentamos preguntas difíciles sobre el significado del cuidado y la responsabilidad, de lo frágiles y vulnerables que podemos ser y sobre el equilibrio entre el dar y el recibir.

También, luchamos por comprender su forma de pensar en una edad avanzada. Su terquedad, sus motivos o sus reservas a veces nos resultan inentendibles ante lo cerrado de nuestra lógica existencial. Tratamos de reñir con ellos, como si fueran niños, para que sigan según nuestra rápida voluntad de resolución de las cosas. Pero no es tan fácil. Nuestros padres o cuidadores vuelven a ser niños y no tenemos otra opción que cuidarlos con llamativa comprensión.

Tradicionalmente, sabemos que, desde la infancia, los padres son los faros que guían a sus hijos a través de las tormentas de la vida. Ellos nos enseñan a caminar, a hablar, a discernir entre el bien y el mal. Pero el tiempo marchita la vitalidad de los cuidadores a través de la neblina del envejecimiento, haciendo que estos demanden atención. 

Aceptar que nuestros cuidadores -alguna vez figuras imponentes e indestructibles- ahora requieren nuestro cuidado, es reconocer la fragilidad inherente a la condición humana y que es también nuestro camino. Es un recordatorio de que la vida es un préstamo efímero y que el amor, en su expresión más pura, es un acto de servicio que viene y va. De ser servidos siempre pasaremos a servir.

Cuidar de nuestros padres o cuidadores es honrar el ciclo de la vida. Es devolverles, en alguna medida, el amor y la dedicación que nos brindaron sin prevenciones. 

De igual manera, es un proceso de autoconocimiento, donde aprendemos -a veces con dureza- sobre la paciencia, la compasión y la fortaleza emocional. Nos vemos reflejados en ellos y en sus arrugas descubrimos el mapa de nuestro futuro.

Con nuestro crecimiento o envejecimiento, aprendemos de la interdependencia humana, del valor de la empatía y de la importancia de la gratitud. 

En la vejez de nuestros padres o cuidadores, encontramos la oportunidad de practicar la virtud de la reciprocidad, de ser generosos con quienes nos dieron todo sin pedir nada a cambio y de saber que en este mundo estamos llamados para servir y retribuir lo que hemos recibido con los años y las canas.