No es nuevo, pero la arena política se ha poblado de bufones otra vez. Lo peor, es que hay payasos que gozan de ser la burla pública, como si de cretinos se tratara. Y así, el debate social pasa a ser un acto circense más, lejos de la credibilidad y sembrando dudas sobre el futuro.
Los bufones, también conocidos como los “payasos de la corte”, han existido desde hace siglos, por lo que esta técnica de entretenimiento se mantiene patente. Su papel era entretener a la realeza y a los nobles en las cortes y castillos de Europa. Incluso, se cree que los bufones se originaron en la antigua Grecia, donde los actores utilizaban máscaras cómicas para interpretar escenas de comedia en el teatro. Con el tiempo, esta tradición se extendió por Europa y se convirtió en una forma popular de entretenimiento en las cortes reales.
A pesar de padecer de “reprochables defectos” para su época, los bufones eran respetados y protegidos por los reyes y los nobles, quienes los consideraban como un tesoro casi que público. Se les permitía decir lo que quisieran, incluso cosas que otros no podían denunciar sin sufrir consecuencias. Los bufones también eran conocidos por su ingenio y habilidad para improvisar, lo que los convertía en unos artistas muy populares.
Con el tiempo, la figura del bufón cambió y se adaptó a las nuevas épocas. A finales del siglo XIX, surgieron los primeros circos modernos, y los bufones comenzaron a actuar en ellos. A partir de entonces, se desarrolló una forma de arte conocida como “clowning”, que se hizo popular en todo el mundo.
Sin embargo, y pese a la vasta historia de los payasos, hay un enorme conflicto de intereses cuando la política se mezcla con el oficio del bufón. Pese a que están quienes creen que la política es su gran carpa circense, la seriedad con la que se comunican los asuntos públicos y sus propias sensibilidades no puede ser un pretexto para tratar la política pública con el cinismo propio de los bufones.
No con esto hay que condenar los tintes de humor que se puedan verter de la política. Hay grandes humoristas y periodistas que se dedican a eso, pero en sus manos no está el debate público ni cargan responsabilidad con dineros de los contribuyentes. Lo que es reprochable es que la comunicación o el acto político per se esté impregnado de ese tono de burla que se aleja a todas luces de una realidad sensible para una comunidad. 
De hecho, la figura especial del bufón político tiene una larga historia que se remonta a Grecia y Roma, donde los actores utilizaban la comedia para criticar a los gobernantes y las políticas del momento. 
Sin embargo, no puede ser bien visto que, bajo la tutela de pretender nuevas narrativas con públicos alternativos, se saque por la borda la orientación objetiva que debe tener un proceso de publicidad y comunicación financiado con recursos públicos y se termine degenerando toda la idea hasta protagonizar su propia burla.
Un escenario más complejo es cuando la propia gobernanza se torna en una broma de mal gusto. Entonces, los ciudadanos irritados -en todo su derecho- optan por perderle el respeto a quien refiere el mensaje oficial, dando lugar así a una vergonzosa senda de desprestigio que pocos osan calcular.
Incluso, es de notar cómo muchos gobernantes -y aspirantes a serlo- usan las redes sociales para mostrar cuán irreverentes pueden ser. Ahora, que estamos ad-portas de otra cansina contienda electoral, comienzan a fraguarse planes para ver candidatos bailando, haciendo el ridículo y mucho más, todo para justificar la consecución del voto. Pero no juzgo, cada quién hace lo mejor que puede, y en eso también cuenta el talento para el ridículo. 
Pero es francamente decepcionante cuando el afán por “innovar” termina por ser un tiro en el pie y lapidar la imagen de una institución o el buen nombre que pueda mantener un mandatario. Pero más lamentable y preocupante es cuando se acepta esa realidad, no se corrige y, de paso, se insiste desde el silencio en que esa es la nueva narrativa. 
No puede ser la mofa el camino para la comunicación oficial. Al debate público, sobre todo, cuando se promueve con recursos públicos, hay que darle altura y eso significa, en especial, respetar a todos los públicos al no considerarlos unos niños o espectadores de cualquier ficción barata. Ya basta de bufonadas.