El debate que sacude por estos días al mundo, relacionado con la escasez del agua, indispensable para la supervivencia de las especies vegetales y animales (incluido el ser humano, por supuesto), ha sido recurrente en Colombia, especialmente desde cuando se enquistó en la administración pública el fenómeno de la corrupción, que se convirtió en parte del sistema y adquirió estatus de viveza, cuyos resultados en la superación económica y social de los actores concita muchos aplausos y escasas sanciones, pese a los señalamientos del Código Penal, profusos y minuciosos, como corresponde a un “país de leyes”, y a los organismos de control: Fiscalía, Procuraduría y Contraloría, que parecen tener menos recursos para sancionar a los culpables de los que tienen los corruptos para cometer sus delitos y quedar impunes.
Llevan muchos años los medios noticiosos informando acerca de los problemas que padecen comunidades diversas, a lo largo y ancho del país, por falta de agua potable de uso doméstico; algunas de ellas ciudades capitales con vocación turística. Como un disco rayado, una y otra vez anuncian los políticos, y las entidades oficiales responsables, la asignación de recursos para solucionar los problemas “definitivamente”, con la construcción de acueductos modernos y la implementación de sistemas de distribución renovados y de amplia cobertura. Transcurrido un tiempo, cuando se confía en que el sueño de la gente es una realidad, se anuncia el incumplimiento de los contratistas, la ampliación de los valores inicialmente presupuestados, la dilación de la puesta en servicio de los acueductos y la suspensión del suministro de agua a las comunidades.
Uno de los registros más vergonzosos del informativo nacional es la cantidad de obras inconclusas y la pérdida de altas sumas de recursos del erario, mientras que los contratistas suelen ser los mismos, que cambian de razón social para camuflarse en las convocatorias y licitar en nuevos proyectos de obras públicas, recibir anticipos y volver a incumplir. A estas marrullas no son ajenos los representantes de las entidades oficiales contratantes, algunos de ellos beneficiarios de coimas. Así se burla la sana supervivencia de los pueblos, que claman por el agua y exigen ética en el manejo de lo público. 
Colombia es un país privilegiado, con recursos hídricos abundantes en casi todas las regiones; y a las que carecen de ellos se les pueden suministrar con sistemas de conducción que la ingeniería, asombrosamente eficiente, puede proveer. Invertir en unos costosos carrotanques para calmar la sed en la Guajira, sin saber dónde está el agua para abastecerlos, no es un mal chiste. Es un acto de corrupción, del que sacaron tajada quién sabe cuántos “vivos”, entre contratistas, intermediarios y burócratas. Casos como los acueductos de Santa Marta, Mocoa y Yopal, entre otros, tienen perfiles de corrupción semejantes. Después de sonoros anuncios oficiales de solución, por sus secas tuberías sólo han fluido miles de millones de pesos que la corrupción se ha llevado. Esas platas, como las golondrinas de Bécquer, “no volverán”. Los “vivos”, eso sí saben hacerlo.