Los hechos que afronta actualmente la sociedad colombiana no son nuevos, la historia es prolífica en relatos que recuerdan las diferentes épocas en las cuales han vivido los colombianos sometidos a fuerzas que han comprometido la paz que siempre han añorado.

A través de las centurias los colombianos y sus antecesores han tenido una especial manera de considerar los problemas y por ende buscar la manera de solucionarlos a través de distintas acciones que se han sucedido desde antes de la colonia.

Otras sociedades de América han tenido sus propios problemas con la consiguiente autóctona forma de solucionarlos, a veces dentro del marco de teorías y ejemplos externos.

En un momento dado los conflictos americanos han tenido líneas paralelas, pero definitivamente ningún país, incluyendo los bolivarianos, ha tenido una sociedad igual a otra, como mucho ha llegado a ser parecida. 

Los colombianos con su especial manera de existir y comprender, entienden su permanencia dentro de la sociedad de diferente manera y así tratan de proceder. No es problema de polarización, por cuanto es natural cuando se identifican visiones y procederes diferentes sobre problemas generales o específicos. La sociedad colombiana no está adaptada, ni antes ni ahora, a la unanimidad, sería terrorífico socialmente por la negación de la esencia del ser humano.

Los problemas actuales parecen abrumadores por la generalidad y la intensidad.

Aparece ahora una voz,  afortunadamente sensata, en medio de muchas otras, llamando a la concordia dentro de las diferencias. El exmagistrado José Gregorio Hernández Galindo, ha escrito un excelente artículo publicado el sábado anterior en El Tiempo, que es preciso leer, discernir y aplicar.  Del niño al anciano.

Contrario al clamor del reconocido abogado, la semana anterior se escuchó a través de distintos y masivos medios de comunicación la frase: Perro rabioso, no importa ahora quien la expresó, a quien se la dijo, el motivo y en donde la espetó.

Este trato personal, un ejemplo de lo que sucede frecuentemente, debe ser proscrito por muy distantes que estén en sus decires y obras, pero sobre todo entre quienes tienen representación social y política; o ejercen cargos administrativos, estatales o privados; o poseen dignidades de cualquier índole; o mejor nadie debiera esgrimir este léxico peyorativo.

Con la agresión, cualquiera, se minimiza la esencia de los análisis y las correspondientes conclusiones, por cuanto se desvían inútilmente hacía otros contextos generados por el ataque personal e innecesario.

Indudablemente el vocabulario se modifica, inducido por distintas acciones entre ellas la formación, buena o mala; la cultura; el concepto de decencia; la capacidad de temperancia; la concepción y aplicabilidad del respeto; y, en fin, las interpretaciones de términos. 

Ahora, en el frecuente trato general entre las personas van apareciendo vocablos figurativos, que expresan ideas completas o describen escenas complejas, serias o hilarantes o agresivas. Hace pocos años la utilización de la palabra marica imprimía enfoques de tipo sexual o soez.   Hoy se pronuncia sin límite, inclusive por los niños y presidentes, para reforzar distintas circunstancias.

El lenguaje coloquial ha sido permeado por palabras que antes era impensable utilizarlas en espacio alguno por muy contradictor que fuera un grupo o una persona. Inclusive en los diálogos reservados de los académicos, ni técnicos ni de juicios, aparecen palabras al menos desconcertantes.

Cada situación definirá el mejor vocabulario para expresar o identificar las ideas y los hechos. Completando la escena, el País de antier en página de opinión expresa: En política, la bajeza verbal pone en peligro —amén de las reglas básicas de urbanidad— el consenso social sobre lo que es tolerable decir en público y, de paso, sobre las líneas rojas que una democracia no puede permitirse traspasar sin debilitar sus propios fundamentos.

Con la venia de todos.