Una guerra que desató el presidente Petro cuando declaró como enemigos a quienes no comulgamos con sus desafueros, ilegalidades, desastres y perversidades. Una guerra entre buenos -que es el pueblo trabajador, honesto, emprendedor, luchador y orgulloso de su patria-, y los malos -que son esas hordas de criminales que se sienten por encima de la ley y la Constitución, y están asolando a Colombia aupados desde la propia Presidencia-. Y así suene derrotista, esa guerra la vamos perdiendo los buenos. La vamos perdiendo quienes tenemos como escudo la Constitución y como arma la justicia; quienes acudimos a las vías institucionales mendigando controles, juicios y sanciones; quienes esperamos de los fiscales y jueces celeridad, seriedad y honestidad.
Y la vamos perdiendo por la simple razón de que es una guerra desigual, donde los buenos estamos inermes y los malos ostentan armas innobles. Porque nuestros enemigos son agresivos, feroces, escandalosos y desalmados; mientras nosotros somos pasivos, timoratos, decentes e indolentes. Porque cada día que pasa, nuestro flamante jefe de Estado hace gala de su soberbia, resentimiento y venganza, mientras la Fiscalía guarda silencio y el poder judicial parece temer las consecuencias de sus fallos. Porque las arcas de los buenos son permanentemente saqueadas a través de impuestos, que van a parar a manos asesinas y terroristas de la primera línea, la guerrilla, los grupos delincuenciales y demás aliados criminales del Gobierno. Porque la crisis constante que provoca Petro es caldo de cultivo para la porquería encapuchada que destruye, asesina y bloquea el país.
Pero la perdemos, además, porque los buenos creemos en la división de poderes y la asumimos como un estado natural de nuestra democracia, y nos toca enfrentarnos con una cruel realidad. Una realidad donde el ejecutivo, que juró cumplir la Constitución, hoy la desdeña, y trata de pasar por encima de ella sin vergüenza alguna; un legislativo penetrado hasta los tuétanos por la corrupción, y que termina haciéndole el juego al poder presidencial a cambio de coimas, y un poder judicial que eterniza sus decisiones mientras el país se destruye ante sus ojos.
Y mientras tanto el incendiario presidente hace de las suyas. Cada discurso veintejuliero trae una nueva explosión; cada intervención pública es una orden a sus tropas para que se preparen para incendiar el país; cada alocución es aprovechada para alimentar resentimiento, odio y pasión en sus seguidores criminales que quieren a Colombia en medio de las llamas. Las mismas llamas que incendiaron el Palacio de Justicia, o que queman vivos a los policías, o destruyen los bienes públicos en ciudades y pueblos. Las llamas que enardecen y estimulan la mente perversa de un presidente que, ante la derrota moral, institucional y judicial, se escuda en ellas para provocar terror y tratar de evitar que la justicia toque a sus puertas.
¿Cuál es el miedo entonces de someter a Petro a la Constitución? ¿Qué incendie nuevamente el país? ¡Parece que sí! Y se oyen voces importantes que hacen un llamado a la mesura para evitar que se desaten los desmanes con que nos amenaza a diario. Pero será hoy o mañana que tendremos que asumir esas consecuencias. Porque estamos enfrentados a un ser sin escrúpulos que durante toda su vida ha recurrido a la violencia para obtener sus triunfos. Lo hizo su grupo M-19 secuestrando, asesinando, violando, incendiando y narcotraficando; lo hizo él desde su militancia en el terrorismo; lo hizo la primera línea hace dos años; lo hicieron sus aliados criminales a quienes ha sacado de las cárceles. Es el modus operandi de un presidente que ha demostrado de lo que es capaz y al que no podremos enfrentar postrados de rodillas.
La justicia es nuestra única arma y debe actuar con prontitud. Y si se ha de desatar la barbarie con la que amenaza Petro, es mejor ahora, y no mañana cuando sus tropas estén más robustas y cuando los dineros de la corrupción hayan alcanzado a penetrar más instituciones; o cuando, ¡Dios no lo quiera!, la Fuerza Pública haya declinado a cumplir con su deber constitucional.