El mundo cambia vertiginosamente. Es imposible seguir a diario todos los acontecimientos que suceden alrededor de nuestro planeta. Estamos medianamente informados sobre lo que sucede, con lecturas cortas, opiniones superficiales y no pocas veces sesgadas que nos hacen ver el mundo como no es. Ante esta realidad, tenemos la opción de adaptarnos para contribuir a cambiarlo. No hacerlo es permitir por omisión que lo cambien otros, sin que podamos hacer nada después de que esos cambios se  estructuren y lleven a cabo. El mundo es cambiante. 
Antes lo hacía a la velocidad de la caminata, el recorrido a lomo de mula, el ferrocarril, el automóvil. Todos los días  es más acelerado. Pero con la aparición de los computadores, su evolución, la entrada del internet, las redes sociales, el ritmo se aceleró a tal punto que hoy es imposible seguir su curso. Por eso debemos estar atentos a lo importante de lo que pasa, como partícipes directos de ese proceso de cambio o como convidados de piedra, esperando lo que sucede en la realidad, cuando comprobemos que los cambios directa o indirectamente nos afectan a todos. Es una realidad que no podemos evadir, ni ignorar.
El mundo se debate hoy entre los que quieren la guerra y la justifican con argumentos sin valor, pero con peso político. Vemos lo que acontece entre Israel y Palestina. Israel con el apoyo de occidente ha realizado una macabra e injustificada acción bélica contra un pueblo, para defenderse de los terroristas de Hamas. Los muertos son miles, los desplazados millones, los resultados solo muestran desolación, destrucción y ruinas sin que el mundo entero  se pare firme a condenar las acciones de los terroristas y las reacciones violentas de los israelitas. 
Ya entró en el juego un actor que tiene potencia militar para acabar el planeta, si se le suman varios países que  dicen intervendrán si los poderes occidentales o europeos se les unen a Israel. Es una locura del comportamiento de la humanidad que, no contenta con el cambio climático y sus graves repercusiones, se niega a aceptar la realidad de que ya no podemos continuar defendiendo esos estilos de gobierno; que en defensa de sus postulados, están dispuestos a acabar con todo, porque el valor de la vida ha llegado a su mínima importancia con la aprobación y el apoyo de los extremistas de todo el mundo, que no son pocos, pero que a falta de razones tiene el poder de la fuerza. Fuerza bruta en el significado literal de la palabra, porque ese uso de fuerza no es inteligente, ni es humanitario.
Mientras ese desastre humanitario sucede por esos  lados, por estos no es menos grave lo que está ocurriendo. La situación política de Argentina, que salió de un gobierno despótico, que solo satisfacía los intereses de la heredera del “tuerto” Kirshner, la insulsa Cristina Fernandez, enriquecida sin límites, jugando con los sentimientos de solidaridad de un pueblo que le fue sumiso, al que hundió en problemas socioeconómicos de magnitud mayor para darle oportunidad de subir al poder a un extremista de derecha que todavía cree en el neoliberalismo, que tiene  mucha acogida entre sus similares y seguidores que lo aplauden por doquier, cuando ha dado muestras de ser un personaje con serios problemas de comportamiento, con una adoración por la violencia y las grotescas declaraciones que hace, creyendo con estulticia que el cambio que necesitaba el país hermano era el de llevarlo al extremismo político y social, despreciando el principio fundamental que rige la mayoría de las constituciones en el mundo, en las que todos los habitantes de un país son elementos activos del mismo y deben ser tenidos en cuenta para hacerlos partícipes del acontecer y ayudarles cuando están en niveles de pobreza infrahumanos.
En Venezuela, Maduro no ha madurado y sigue siendo un conductor de tranvía con poder dictatorial, capaz de ignorar las reglas del juego democrático, leyendo lo único que tal vez ha leído, que es ese librito miniatura que le cabe en el monedero de su pantalón, donde dice está la constitución de su país. Dictador farsante e inescrupuloso. Así están Nicaragua con Ortega, El Salvador con Bukele, Cuba con lo que dejaron los Castro. Todos ellos convirtieron sus países en dictaduras que no respetan derechos humanos, ni convenios internacionales. Colombia merece un capítulo aparte, porque lo que está sucediendo con la politiquería, los bandidos que en ella están y que nos manejan nos ponen en el punto entre la planicie y el precipicio.