No fue fácil para el Once Caldas la obtención del punto de oro en el partido ante Tolima. Fue una tarea estresante, incierta, luchada con coraje, llena de alternativas en el resultado, especialmente al final del partido.

Sin delirios de título porque los objetivos se sustentan no solo con resultados, sino con rendimiento a tope que elevan la temperatura ambiente y el entusiasmo de los aficionados, el Blanco sorprendió otra vez por sus derroches físicos, su intensidad, su recia marca, su voluntad de hierro y su carácter que no acepta desalientos cuando asoma la adversidad.

Sus partidos no son un parto, ni tampoco un canto al fútbol espectáculo. Sus futbolistas van al estadio, al juego y a la guerra. En vez de sonidos de pianos y violines, como gusta en Manizales, su estilo es templado, fuerte, con tambores y trompetas como viven el fútbol sus hinchas más recalcitrantes.

Ante Tolima fue un arduo ejercicio de adaptación al partido y al rival, hasta controlarlo. Fundamentales fueron las manos del portero James Aguirre, prodigiosas, con imán en sus guantes para atraer la pelota en el penalti en contra, convertido en figura en el partido y en la campaña, por su seguridad en la portería. Su trabajo lo respalda con seriedad, mando, intuición y reflejos.

También el pie derecho de Arce, artístico, desequilibrante, en romance con el balón, para sortear rivales y juntar líneas, mientras los obreros incansables del medio campo, Mateo García e Iván Rojas, recuperaban su rendimiento después de un comienzo incierto en el que, pegaban a destajo, no encontraban la pelota, ni las marcas y sufrían un baile.

Cuando la contienda pintaba mal en el primer tiempo, cuando con velocidad, habilidad y precisión Tolima marcaba la pauta ganadora, el Once "jugó la suya", la de los últimos tiempos, con técnica esporádica pero con firmeza desbordante, para reacomodar el trámite.
En el segundo tiempo el asunto fue a otro precio. Apareció Dayro, opaco en el arranque, certificando con su presencia el resultado. Sus goles de penalti también son bellos, por la precisión, el amague y la colocación de la pelota.

El Once equilibró el trámite, mejoró el ataque, balanceó la posesión, fue más preciso y le sacó al aire al oponente a través de su ferocidad en los marcajes, para transformar el fútbol insustancial del los primeros 25 minutos, en algo productivo en el partido restante.

La simpleza de su fútbol se hace efectiva porque el ejercicio llega desde la salud del vestuario, lo que demuestra que el fútbol en las canchas y en la vida, es un estado de ánimo. El toque toque o el taka taka no están en su ADN. Es ahora la fiereza con que pelea la pelota para recuperarla, con esfuerzo solidario en partida doble.

Para Herrera, el técnico, y su equipo, no hay imposibles. Por eso el nivel de sus jugadores en los últimos partidos, con esfuerzo solidario y colectivo; la aportación de Arce, los goles de Dayro, la estabilidad de Cuesta, la evolución de Palacios, el trabajo efectivo de Torres y Patiño, la garantía de Aguirre, la fortaleza de Riquet, la dinámica de Rojas y García y los chispazos de Araujo suficientes para ver en él una promesa.

Siempre se ha dicho que el partido más importante es el próximo. Vienen los duelos con Santa Fe que servirán para "medirle el aceite al equipo" y conocer sus reales intenciones.