“Arrieros somos y en el camino nos encontramos”. De Sonsón, de Abejorral, de Jericó, de Don Matías, de La Estrella (de este pueblo que tiene el mejor clima de Colombia provenía mi papá), de Marinilla, del Carmen de Viboral, de Urrao, de Fredonia (otros familiares míos), de La Ceja, de El Santuario, de El Retiro, de Yarumal, de Santa Rosa de Osos… de estos pueblos ancestrales salían los arrieros trayendo progreso, cultura, religión y costumbres. A los arrieros les debemos todo. Duele encontrar hoy a “hijos de papi” que se avergüenzan de sus ancestros y que muy campantes sueltan a los cuatro vientos frases como esta: ¡Qué oso, como huelen de feo los arrieros a sudor de mulas y a excremento de caballo! Con estos oídos, que se los comerán los gusanos, (como decimos gráficamente) lo he escuchado. Por suerte son pocos estos hijos malnacidos. Son muchísimos los relatos, los libros y las novelas que se han escrito sobre el tema de la arriería. La vibrante y brillante generación de los greco-quimbayas mojó muchas veces su pluma sobre el tema.
Siendo yo niño (¡dichosa edad y dichosos tiempos aquellos!), pensaba que arrieros sólo existían en Antioquia y la zona cafetera. La vida me enseñaría que arrieros los hubo y los hay en todo el país. Ya para dejar el tema engolosinador de la arriería quiero narrar unas anécdotas que sé que ya escribí hace mucho tiempo. Lo hago porque vienen como “anillo al dedo” y porque son deliciosas. El paisa es gracioso, su conversación está llena de dichos y ocurrencias. Abundan además los copleros y repentistas. Para allá van mis anécdotas. En mis clases de Literatura dedico generoso tiempo a hablar de la copla paisa y nunca me faltan estas dos anécdotas: la de Gregorio Gutiérrez González y el general Julio Arboleda, y la de unos borrachitos de Sonsón.
En aquellos tiempos existían las fondas en los caminos de los arrieros. Eran, digámoslo así, los hotelitos donde llegaban a descansar, comer y pasar la noche. Algunas fondas y dueños de las mismas eran famosas. Gregorio, el poeta del maíz, y Julio, el militar caucano, se sabían mutuamente copleros, pero no se conocían. Ambos, por su cuenta, habían dicho al dueño de una de las fondas más conocidas de la época por donde seguramente deberían ambos pasar, que el día que llegara uno, si estaba el otro por favor le avisara discretamente. Así las cosas llegó a la fonda Gregorio y el dueño le indicó que en una mesa charlando y tomando trago con unos amigos estaba el general. Ni corto ni perezoso Gregorio se dirigió a él y le soltó esta copla:
De dónde vienes
y a dónde vas,
cómo te llamas
y cómo estás.
Julio se levantó y le contestó:
De Antioquia vengo
y al Cauca voy,
Julio me llamo
Y bien estoy.
Se sucedieron los abrazos y los tragos de aguardiente. Sabemos que los viejos paisas solían casar muy jóvenes a sus hijos. Estaban dos borrachitos tomando trago un sábado al amanecer frente a la iglesia de Sonsón. Llegó una comitiva formada por un muchacho de unos 16 años, “todo de negro hasta los pies vestido”, y la novia, impecable de blanco con su vestido y cola de varios metros y los parientes. Uno de los borrachitos al ver la escena dijo:
Que se casan ya se ve,
el designio no se esconde,
pero ¿este muchacho con qué
y esta muchacha por dónde?
Echamos pues las mulas delante, y nosotros marchamos gozando de la frescura del día y de la hermosura de los paisajes.