Dicen que los ojos ven el presente, mientras oídos y nariz evocan el pasado. Sonidos y olores hacen recordar a personas y lugares ya desaparecidos; actividades y costumbres caídas en desuso. Una vieja canción revive instantes infantiles, ilusiones juveniles y decepciones de adulto. Un aroma a comida casi permite ‘ver’ a la abuela en la cocina, preparando exquisiteces cuya receta nadie aprendió o de sabor jamás igualado. Los recuerdos gastronómicos se perpetúan en el paladar…
¿A qué viene esta perorata filosófico-evocativa? A que cuando me enfrentaba al tremebundo primer párrafo de una columna que proyecté sobre un asunto muy importante, presumiblemente aburridor, me desconcentró un sonido no escuchado hacía decenios: el roce de balineras en el pavimento. Segundos después, cruzó un carrito de madera piloteado por muchachitos que, aprovechando el receso escolar octubrino, desempolvaron el olvidado juguete del padre de alguno.
Hasta ahí llegó el trascendental tema, porque de inmediato la memoria retrocedió al Campohermoso de los años 1960. El del encopetado Colegio del Sagrado Corazón y las interminables mangas, donde estaban las cuevas del Ángel y del Diablo añoradas por Humberto de la Calle. El Campohermoso unido, antes de ser cercenado por la Avenida Bernardo Arango (seguramente otro diferente del arquero suplente del Deportes Caldas).
La carrera 11, con sus cuatro cuadras que parecían subir al cielo, desde la calle 20 hasta la 16, era el reino de los carros de balineras, cuando escaseaban los vehículos motorizados. Había en el barrio una industria automovilística clandestina, pues niños y jóvenes fabricaban el de cada uno. La consecución de cada parte era una proeza. Un poco menos la madera, porque en cada casa conservaban retales de la construcción. Más difícil podía ser el eje de hierro para la dirección.
Para las rueditas esferadas se ahorraba durante varios meses, de las gratificaciones que a veces daban los tíos y guardando pasajes de bus, yendo a pie para el colegio. Eran cinco balineras, a $1 cada una, compradas a los mecánicos de talleres cercanos. La quinta era para la dirección. Costaban lo que una boleta en la tribuna de sol lateral, para ver el Once Caldas.
Con la cabuya que hacía girar el eje delantero firmemente agarrada, los juveniles pilotos se lanzaban calle abajo, con o sin copiloto. El propósito no era llegar primero, sino llegar, porque estaba expresamente prohibido poner trozos de llantas a manera de freno. Quien lo hiciera, quedaba como “una niñita”. ¡Quién dijo miedo!
Como en aquellos tiempos cuanto carro viniera del norte del país entraba por la vía de La Cabaña, el cruce de la 11 con 20 era peligroso. Se debía girar a la izquierda por la calle 19, antes de la entrada nueva al Sagrado Corazón, actual Universidad de Manizales. Luego se salía a la 20 por la carrera 10, menos pendiente, hasta llegar a la estación de gasolina Penzzoil, eludiendo en contravía yips veredales.
El desafío se multiplicaba cuando a los muchachos les daba por hacer convoy, quitando el tren delantero a los carritos, que eran unidos con el eje de hierro. En la curva de la 11 con 19 volaban pasajeros para todas partes. Cuando no era que la caravana se entraba en pleno al taller de don Gentil, al no poder dar el giro completo.
Los carros de balineras prosperaban en cuanto sector empinado había en Manizales. A finales del decenio comenzaron los retos interbarrios, con dos rutas complicadas: Chipre-La Francia y Batallón-Arrow, hoy Feria de Exposiciones. Nadie imaginó que se convertirían en atractivo ferial.
Vean, pues, en lo que quedó el asunto original. Tan importante, que quizás nunca lo escriba.