Muerte y vida, de Gustav Klimt, es la más reciente pintura atacada por los activistas del movimiento ambientalista Última Generación (Letzte Generation). Ocurrió el pasado 15 de noviembre y los dos integrantes de esta organización llegaron al museo Leopoldo, de Viena (Austria), y echaron pintura negra sobre la pieza modernista, para luego untarse pegante acrílico en las manos y adherirse a la obra creada en 1915. Todo esto mientras gritaban que el límite de velocidad en ese país debería reducirse y que las empresas petroleras no deberían patrocinar exhibiciones de arte.
Ya otras piezas habían sido vandalizadas este año en otros museos alrededor del mundo. A un Monet le echaron puré de papa, a unos de los girasoles de Van Gogh los salpicaron con sopa de tomate y a otra obra del pintor neerlandés la bañaron en sopa de arveja; a un Warhol le rayaron encima mensajes ecologistas, y a un Picasso, un Boccioni y un Botticelli también los atacaron. A la famosa Gioconda, de Leonardo Da Vinci, le metieron un tortazo de crema pastelera blanca. Todas víctimas de estos ecoactivistas que, en su plan de construir un mundo mejor, buscan destruir lo mejor del mundo, que es el arte.
En medio del caos global, del afán y la inmediatez, los museos nos ofrecen espacios de contemplación. Son un viaje a través del tiempo y la creatividad humana. Plasmados sobre telas, tablas, piedra, cerámica, fibras, celuloide y celulosa están los vestigios de culturas desaparecidas. De pensamientos rebeldes, de verdaderos actos de protesta. ¿Acaso la pintura Masacre en Corea, pintada por Picasso en 1951, no es una crítica al belicismo del siglo XX? Transmite un mensaje mucho más potente los rostros desencajados de esas mujeres embarazadas y niños asustados ante esa máquina de guerra, conformada por soldados que les apuntan con sus fusiles, que la pataleta de los activistas que se pegaron al cuadro.
Admirar una pintura o una escultura requiere de tiempo y capacidad de asombro, dos cosas escasas hoy día. “La esencia poética del arte es aquello que permite que acontezca la verdad de lo ente, es decir, su desocultamiento”, señala el filósofo alemán Heidegger. El vandalismo de estos personajes no sorprende; es más, el ataque a pinturas y esculturas dejó de ser novedoso por allá en Bizancio (726 - 846) cuando los iconoclastas - impulsados por su biempensar - destruían las imágenes de Cristo. ¿Adivinen qué? Perdieron y hoy las iglesias de todo el mundo llevan representaciones del hijo de Dios.
Muchas veces, más allá de la técnica y la estética de una pieza, se requiere de intuición para encontrar el sentido. Eso le da potencia a la obra y hace que su mensaje perdure mucho más que las frases prefabricadas y publicitarias de hoy, y a la que los ecoactivistas son tan proclives. Kandisnky, en su libro De lo espiritual en el arte, señala: “El arte actúa sobre la sensibilidad y, por lo tanto, sólo puede actuar a través de la sensibilidad”; lo que hacen estos manifestantes carece de sensibilidad, es brutalidad pura. Sus actuaciones carecen de la sofisticación que, por ejemplo, evidencian las pinturas rupestres de Chiribiquete; pintadas hace 20 mil años, y que muestran la comunión de humano, naturaleza y cosmos.
Con esto no digo que se deba dejar la lucha para prevenir el cambio climático y mejorar las condiciones del planeta. Es importantísima, es nuestro hogar y hay que cuidarlo, pero eso no significa que debamos destruir o atacar aquellas representaciones de la sensibilidad humana. Defenestrar obras de arte no está muy lejos de quemar libros, y ya sabemos quienes son propensos a estos actos: los fascistas, los intolerantes, los radicales, los fanáticos.
Ojalá esa tendencia no pegue o llegue a Colombia. Ya lo vivimos cuando, hace un par de años, a los manifestantes les dio por derribar cuanta escultura había por ahí, alegando que eran símbolos del colonialismo, el sometimiento o el espíritu conservador nacional. En Cali cayó Belalcázar y aquí, por imitación, terminaron pateando por la Avenida Santander el busto de Gilberto Alzate Avendaño. Brutos de cabo a rabo, que antes de discutir si se deben o no retirar estas imágenes, prefieren acabarlas y, al final, nos quedamos sin historia y con mensajes que mueren en su efervescencia.