¿Qué tanto amamos a quienes nos rodean? ¿Cuánto interés nos comporta la situación de los demás? Si el otro sufre, ¿cuánto nos preocupa ayudarle? Hoy es frecuente escuchar: ¡Cada quien que se defienda como pueda! ¡Todos tenemos problemas, sálvese quien pueda! Es doloroso constatar que en un edificio, una persona que ha fallecido, haya sido encontrada sólo por el olor fétido de varios días o hasta años. Crece cada día el individualismo y el mal uso de las redes sociales contribuye al aislamiento. Se agrava la realidad porque aumenta la indiferencia, si alguien no está dentro de la “familia de sangre” no nos interesa lo que le pase.
La vida en la Iglesia es todo lo contrario a esta realidad que nos interpela. En la Iglesia no se vive individualmente, se vive con otros, se supera el aislamiento. Ella, en su ser más profundo es “Comunión”. Quienes llegan a creer en Cristo experimentan un amor tal hacia los otros, que son capaces de dar la vida por ellos sin reservas. Este amor viene del amor de Dios que nos ha dado a su Hijo para mostrarnos que la vida feliz se realiza amando a los demás y no sólo a los de la familia de sangre sino a todos los bautizados. Por el bautismo somos una nueva “familia de sangre”, pues hemos sido comprados a precio de la sangre de Jesús. En efecto, Él ha derramado hasta la última gota de su sangre por amor a nosotros; se ha puesto a nuestro servicio, porque “no ha venido a ser servido sino a servir”.
Es por esto por lo que Jesús es Rey: “Servidor de todos”. Siendo de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios sino que se anonadó y se hizo como el más esclavo padeciendo la muerte y una muerte de cruz. Los creyentes en Cristo siguen el mismo proceso: se abajan de su soberbia y llegan a ponerse al servicio de los demás hasta ser crucificados con Cristo en la vida de los hermanos. Aquí el término “hermanos”, no son sólo los creyentes sino todos, sin distinción de raza, credo, o nacionalidad.
Jesucristo es Rey y buen Pastor. Él mismo, por su abajamiento, ha venido a pastorear a sus ovejas. Quien llega a creer en Cristo se vuelve oveja de su rebaño. Como buen pastor, Jesucristo conduce a sus ovejas a verdes prados y las hace descansar de todos sus sufrimientos. Les da el agua viva cuando tienen sed y cura sus heridas cuando se han caído. El “Buen pastor da la vida por sus ovejas”.
Tú y yo somos ovejas de su rebaño. No somos ovejas solas, vivimos con las demás. El amor que nos une es este amor en la cruz, así podemos amar a nuestros enemigos. Entre nosotros aprendemos a realizar la misericordia: cuando el otro tiene hambre, buscamos la manera de compartir los alimentos; y si tiene frio, compartimos nuestros vestidos; si un hermano llega a la cárcel le ayudamos en su situación y si cae enfermo nos ocupamos de él y de cuanto necesite; si llega a una ciudad como forastero, le acogemos porque es nuestro hermano y le damos la mejor habitación.
Así es el reino de Dios. Es reino de paz y de justicia, de verdad, de amor y libertad. Jesús nos dejó el nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Él nos ha amado hasta la cruz. A Dios lo podemos amar si amamos de corazón a nuestros hermanos. Ahí está la clave de la felicidad. Al final de la vida, nos juzgará el Señor de la manera como hayamos amado. Cuando seamos llamados a examen, ya sabemos cuáles serán las preguntas, esperamos aprobarlas.
“Padre nuestro: Venga a nosotros tu Reino”. Danos el poder conocer a Jesucristo Rey del Universo. Nuestro país necesita vivir este Reino. Nuestras familias necesitan vivir este Reino. Cansados estamos de la mentira y de los engaños, de la injusticia y de la corrupción. No aceptemos las leyes que atentan contra la vida; no nos conformemos con la vida mediocre que se nos propone para alienar nuestras conciencias. Queremos ser familias rejuvenecidas por este nuevo Amor y el Evangelio será nuestra nueva ley, porque: “Mientras nosotros morimos el mundo recibe la vida” (2 Cor 4,12).
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Ezequiel 34,11-12.15-17/ Salmo 23 (22)/ 1 Cor 15,20-26.28/ Mateo 25,31-46
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