Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Nuestra época contemporánea refleja una paradoja: nunca en la historia se había dado tanta posibilidad de comunicación, en contenido y velocidad y al mismo tiempo, nunca en la historia de la humanidad se había experimentado tanta “solitariedad”. Permítanme usar este término “solitariedad”, queriendo indicar con él, por un lado, aislamiento, abandono, despreocupación por los demás y, por otro lado, experimentar en carne propia el hecho de no interesarle mi vida a los demás.
Una familia se sienta a la mesa y cada uno de sus miembros se concentra, de modo inmediato, en su celular. El chat le absorbe de tal manera que, en torno a la mesa, se experimenta la solitariedad. Se es un ser ausente de relaciones con los que están aquí, para estar “conectados” con “los demás” fuera de casa. Un bien tremendamente admirable, un aparato que nos permite la instantánea comunicación, se torna dueño de nuestro tiempo, de él nos volvemos dependientes y hasta inseguridad experimentamos si llegamos a perderlo.
La ausencia de relación directa, del diálogo, de la confrontación, causa sentimientos de abandono, pérdida de la estima personal, depresiones y hasta pensamientos suicidas. Es el drama de la humanidad actual. La soledad en sentido positivo, consiste en aquellos espacios de intimidad personal que permite el descanso, la reflexión y la oración. En cambio la “solitariedad” es la pérdida del “otro”, es decir, de aquel que está a nuestro lado para brindar ayuda y acompañamiento en este camino que en ocasiones se torna difícil y oscuro.
¿Quién es mi prójimo? Es una pregunta que nos conduce a girar la mirada a quienes están a nuestro lado, no sólo a quienes son objeto de nuestros afectos sino, de modo muy especial, a aquellos que consideramos nuestros enemigos. Aquel hombre tirado al borde del camino, era un judío enemigo de los samaritanos. Es justo el “samaritano”, su “enemigo”, quien desciende de su caballo, se acerca, venda sus heridas, paga por él y se compromete a cuidarlo.
Jesús es el verdadero Samaritano. Siendo de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se anonadó y se hizo esclavo, padeciendo la muerte y una muerte de Cruz. Se acercó al ser humano en su historia concreta de sufrimiento y cargó sobre sí todos los pecados, aquellos que son la verdadera causa del sufrimiento, y en sus llagas hemos sido curados. Así como estábamos, medio muertos, tirados al borde del camino: ciegos, cojos, mancos, mudos, recibimos la buena noticia de su Amor, nos ha metido en su Iglesia para que fuéramos cuidados y sanados; cuánto quede faltando será pagado en su segunda venida: la Parusía.
Tanto amó el Padre al mundo que envió a su único Hijo para que no nos quedáramos solos. Él mismo nos ha gritado: Quién tenga sed, que venga y beba sin pagar; si alguno está cansado y agobiado, venga que yo le aliviaré; no tengan miedo, yo estoy con ustedes todos los días hasta que se acabe este mundo.
Una familia que llega a creer en Jesús, es capaz de vencer los obstáculos de comunicación. Toma conciencia de apagar el celular mientras está sentado a la mesa, porque es más importante mirarse a la cara, a los ojos y descubrir el bien que el amor de Dios colocó en el “otro”, es decir, en papá, en mamá, en el hijo, en la hija, en los hermanos. El otro, por el amor que nos ha mostrado Cristo Jesús al revelarnos al Padre, se descubre como “don de Dios para mi vida”. Si es don, es regalo verdadero, objeto de mis cuidados y atenciones. Quien cuida al enfermo, cuida al mismo Cristo, quien hace el bien al “otro” lo hace al mismo Cristo, porque: “Lo que hicieron con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron…” (Cfr. Mt 25,31ss).
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Amos 7,12-15; Salmo 84; Efesios 1,3-14; Marcos 6,7-13
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