Este mundo está marcado por la autosuficiencia, influjo filosófico del “superhombre” extendido en el siglo XX: “Fuera de la naturaleza de los hombres no existe nada, los seres superiores solo son reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El hombre es la realidad más importante, este hombre tiene la capacidad de desarrollar conciencia de sí, conciencia de humanidad, cualidades que caracterizan al hombre como una especie diferente a los animales”.
Para Nietzsche el hombre puede conseguir lo que se proponga, pero tiene que eliminar los pensamientos que le hagan parecer inferior a algo. Por eso ve la religión como un obstáculo para la superación del hombre.
Este tipo de pensamiento penetró los esquemas educativos e impregna todos los sectores de la sociedad produciendo un individualismo extremo expresado en el egoísmo que impulsa la necesidad de sobresalir, aun pasando por encima de los demás. El concepto de “persona importante”, unido a dinero, poder, fama, prestigio y placer, se siembra desde la infancia con expresiones como: “Tienes que ser el mejor, llegar a ser alguien en la vida, no un “pobretón”, ni un “don nadie”… Se trata de la autoidolatría del hombre, algo del todo anticristiano.
Vivimos sentimientos de necesidad de “tener más para poder más; acumular más para “no sufrir”; acumular para no pasar necesidad. Son sentimientos de miedo al futuro, a la enfermedad, a la vejez y a la muerte. Y en todos los niveles de conciencia palpita el engaño de que: “Todo lo puedo lograr con mis propias fuerzas”.
Dice un adagio popular que “uno es lo que piensa”. Ya podemos imaginar el vacío existencial que impregna nuestra sociedad, fruto de frustración, depresión, angustia, desolación y tristeza. La felicidad parece una quimera. Por eso la Palabra de Dios desacomoda nuestras “ideas fósiles” y sacude esa “inerte espera de la muerte” que nos carcome.
Como un rayo de luz, la Palabra de Jesús nos ilumina: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Es un mensaje contrario a lo que nos han enseñado. “Hacerse pequeño”, actuar en todo como lo hacen los niños: Vivir con simplicidad, verdad y transparencia nos da la clave de la verdadera felicidad. Los niños se gozan el presente, no temen al futuro; el pequeño es el pobre, el que no pone su confianza en sí mismo, ni en sus fuerzas propias, sino en Dios y camina siempre seguro porque sabe que tiene un Padre que le provee, guía y acompaña. Es lo contrario al “superhombre”; es la sabiduría de quien es capaz de decir: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece”.
El mensaje del Evangelio es revolucionario y quien decida vivirlo debe aceptar la cruz; quien se arriesgue a ser “pequeño”, el último de todos, el más servidor de todos, debe saber que brillará y recibirá ataques y persecuciones, que su manera de vivir y de pensar será una “piedra en el zapato” para quienes le rodean; resultará incómodo y tratarán de quitarlo del medio porque, obrando en la oscuridad, detestan la luz que les descubre su equivocación y su soberbia no soporta esta denuncia. Pero, el que obra en la verdad se acerca a la luz para que ella pueda brillar con mayor resplandor, como “al medio día”, logrando que los otros puedan dar gloria a Dios: “Te alabo y te bendigo Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños y sencillos” (Luc 10,21-24).
Sabiduría 2,12ª.17-20; Salmo 53; Santiago 3,16-4,3; Marcos 9,30-37
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