En este día la Palabra de Dios vuelve a atacar la causa de todos nuestros sufrimientos: la soberbia. Ella aparece como el desorden fundamental que conduce a la destrucción de todas las demás realidades. En el libro del Génesis, la imagen bíblica nos coloca de frente al primer pecado capital cuando le dice a la mujer: “¡De ninguna manera moriréis! Es que Dios sabe muy bien que el día en que comáis de él (del árbol prohibido), se os abrirán los ojos y seréis como ‘dioses’ ”. (Gen 3,4).
En esta expresión “seréis como dioses” se esconde un profundo sentido: es diferente a Gen 1,26-27, donde Dios crea al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, haciéndoles capaces de amar como Él; aquí la perspectiva es diferente: “hacerse dioses” es toda una empresa humana. El hombre y la mujer que se hacen, ellos mismos, dioses. Ensoberbecerse, es alzarse a un nivel inalcanzable y cerrarse a toda realidad exterior que termina destruyendo cuanto se presenta a su paso.
Por la soberbia el hombre mata, porque teme ser invadido su espacio, entra el miedo. Matamos con la lengua, destruyendo al otro y mentimos si es necesario; la mujer mata a su hijo en el vientre, buscando salvarse de una situación, a sus ojos, “de un problema”; la violencia es el desenlace de la soberbia para defender un “yo” elevado y que busca asegurarse. ¡Cuántas veces nos destruimos diariamente con actitudes prepotentes, palabras cargadas de juicio, miradas despreciativas, intenciones egoístas!
La Palabra de Dios nos ilumina ayudándonos a buscar bajar todo orgullo y toda prepotencia: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale”.
La soberbia hace que el alma entre en “desierto”, en sequedad de la vida, en un sinsentido que produce lágrima y sufrimiento. Es por esto por lo que el profeta Isaías lanza un torrente contra esta realidad del ser humano que lo destruye: “Sólo el Señor será exaltado aquel día, los ídolos desaparecerán del todo” ( Isaías 2, 18).
Y en el Evangelio se nos propone la figura de Juan el Bautista, para mostrarnos que la humildad sí es posible: “Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias”. “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. Vemos aquí la clave de la felicidad: “la muerte del yo, para que reine el Señor y aparezca Él. Que el “yo” desaparezca y aparezca la gloria de Dios.
Isaías 40,1-5. 9-11; Salmo 84; 2 Pedro 3,8-14; Marcos 1,1-18
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
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