Dios levanta de la basura al pobre; enaltece al humilde; la misma mano que sostiene al pobre y al pequeño, deja caer al soberbio y orgulloso, el cual confunde la acción de Dios en él con el fruto exclusivo de su pericia y capacidad humana. Dios derriba del trono a los poderosos, rechaza al soberbio.
El soberbio coloca sus fuerzas en sí mismo y todo lo que acontece lo ve como fruto de su capacidad y destreza desconociendo los dones que le fueron otorgados por Dios mismo: ¿qué tienes tú que no hayas recibido? Por el contrario, el humilde coloca su confianza en el Señor y es capaz de ver todos los acontecimientos con los ojos de la fe.
En las lecturas leídas y proclamadas, se percibe esta realidad en dos personajes históricos: Eliaquín y Pedro. El primero viene revestido de túnica, esto es, enaltecido porque ha puesto su confianza en el Señor y no en los dioses de Egipto. Además, sobre sus hombros se ha colocado la llave del palacio de David; con la cual abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá; será clavado como estaca en un lugar seguro, será un trono de gloria para la estirpe de su padre. Es el preludio de la confesión de Pedro el apóstol, quien reconoce y proclama que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Por esta razón Jesús lo designa Petros, es decir, piedra, y “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Además le entrega las llaves: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
La actitud siempre humilde y sincera de Pedro viene premiada, se le ha colocado como fundamento de la Iglesia. La confesión de Pedro es naturalmente la confesión de la Iglesia. “Pedro personaliza la confesión cristiana de la fe”.
Bien entra en este contexto de la Palabra, la providencial visita de nuestro papa Francisco, sucesor de Pedro. Su humildad y pobreza, testimonian la vida que debe llevar la Iglesia misma: “Pobre, para los pobres”. Quien verdaderamente encarna la pobreza, es quien llega a poner toda su confianza en el Señor y no en sus propias fuerzas y capacidades. Este abandono es un abajamiento que conduce a la desaparición del apóstol para que brille el Señor.
Este texto nos coloca frente a los tantos “dioses” que el mundo contemporáneo nos empuja a adorar: el dinero, el sexo, el trabajo, la fama, el prestigio, los honores, etc. Queda a cada uno de nosotros la opción de la fe.
En Jesucristo descubrimos la belleza y la fecundidad del servicio y la alegría de poder morir a mi “yo” para que el otro viva. El otro, es un Don de Dios para nuestra existencia; el otro es la razón de ser de nuestro servicio. Demos el primer paso para que conozcamos “con ojos abiertos y corazón palpitante al Señor-Jesús” y que, de esta manera, podamos establecer la paz y la armonía en nuestra querida tierra colombiana.
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral Vocacional y Movimientos Apostólicos
Isaías 22,19-23; Salmo 137; Romanos 11,33-36; Mateo 16,13-20
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