Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Es oportuno que hoy nos preguntemos por los tiempos de tribulación, vividos tanto personal como colectivamente. Los tiempos de tribulación personal se viven individualmente, según circunstancias particulares, asemejándose cada momento a la tormenta, al oscurecimiento del sol, al apagarse la luna, a la caída de las estrellas, al tambaleo de los astros (Cfr. Mc 13, 24-25); pero la tribulación colectiva se ve marcada por angustia, sufrimiento, destrucción… hasta que lo que quede resplandezca por su fortaleza, su pureza y su capacidad de perdurar.
Después de la tribulación, dice la Palabra, vendrá la salvación del pueblo (Daniel 12,1-3) y vendrá el Hijo del Hombre con poder y gloria (nos lo anuncia Jesús en el Evangelio). Importante es ver aquí el sentido o finalidad de los tiempos difíciles: “La salvación, la liberación, la restauración, la santidad”. Cuando se sale de un tiempo particularmente en densa neblina, la fe ̶ individual y colectiva ̶ parece fortalecida.
Hoy vivimos un tiempo particularmente difícil en nuestra Iglesia católica: la inaceptable, escandalosa y terriblemente dolorosa situación de abuso sexual producida por acciones de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. El pecado desde dentro, que está lacerando la credibilidad en los creyentes y ha desfigurado la verdadera misión de la Iglesia en el mundo: “Ser sal, luz y fermento”. Esta “razón de ser”, esta “Iglesia santa sin mancha ni arruga”, aparece envuelta en una umbrosa neblina causada por nosotros, seres humanos pecadores.
Y qué hay de nuestro comportamiento de católicos ante la tribulación: ¿nos mantenemos firmes en la defensa de la sana doctrina… es más, la conocemos ; ¿buscamos comprender y discernir… o murmuramos y nos vamos?; ¿afianzamos nuestra fe… o más bien nos dedicamos a las cosas del mundo, a tono con la época? Reconozcamos que nuestras faltas son igual, y a veces más protuberantes, que las que se endilgan a tantos consagrados. El pecado desde fuera que nos convierte en flageladores y verdugos. También hay muchísimos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que llevan una vida ejemplar y buscan diariamente la santidad.
Esta crisis es un clamoroso llamado a la conversión de todos y especialmente de nosotros los pastores de las ovejas, una sacudida que nos hace anhelar profundamente la santidad de vida. En el Evangelio de hoy Jesús, con la expresión “por aquellos días”, se refiere a la parusía, su segunda venida, y nos llena de una esperanza verdadera cuando proclama: “Entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo”.
Ampliemos esta llamada a la conversión al interior de la Iglesia, remitiéndonos a dos textos en este anuncio de la Palabra de Dios: Deuteronomio 30,3-4 e Isaías 66, 18-21. El primero, narra la vuelta del destierro y la conversión del pueblo de Israel. Se trata de un volver a escuchar la voz del Señor: “Si vuelves al Señor tu Dios, si escuchas su voz en todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, el Señor tu Dios cambiará tu suerte, tendrá piedad de ti, vendrá a buscarte, te llevará otra vez a la tierra poseída por tus padres, para que también tú la poseas, te hará feliz y te multiplicará más que a tus padres” (Dt 30,2-5). Y el segundo texto, de Isaías 66, 18-21, anuncia una nueva tierra y un nuevo cielo: “Todos vendrán y verán mi gloria, y entre ellos tomaré para sacerdotes, ¡sacerdotes que anunciarán mi Gloria!”.
Qué alegría todos como Iglesia, escuchar de nuevo la voz de Dios y convertirnos, dejarnos transformar y purificar por Él, porque: “A quien ama el Señor le corrige y azota a todos los hijos que acoge” (Heb 12,6).
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Daniel 12,1-3; Salmo 15; Hebreos 10,11-14.18; Marcos 13,24-32
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