Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Me duele el alma porque estamos preparando la celebración de la Navidad sin “Natividad”. Hemos visto los alumbrados y admiramos las formas culturales de la región allí representadas: bailes, costumbres, café. Lo extraño es que este año ya no tenemos manifestación del acontecimiento central de la Navidad: el pesebre; y mucho más grave aún, lo dejamos de hacer en muchos de nuestros hogares.
El pesebre nos hace sentirnos partícipes del acontecimiento fundamental de nuestra fe: Dios, al ver a sus hijos a punto de morirse a causa del pecado, decide entregarnos a su propio y único Hijo para que, muriendo en cruz, nos liberara de las ataduras de la muerte y de esta manera hacer que ella no tuviera más poder sobre nosotros. Esto lo ha conseguido el Padre por la encarnación de su Hijo: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Tomó nuestra condición humana para redimirla y recuperarle todo el sentido de su creación. Dios haciéndose hombre, hizo que su divinidad se quedara dentro del ser humano, y por lo mismo pudiera amar de la misma manera a causa de su imagen y semejanza. La gloria de Dios es el hombre, nos ha dicho ya desde el siglo segundo un gran padre de la Iglesia: San Ireneo de Lyon.
Desde niños el pesebre ha sido algo emocionante. Nuestros padres nos invitaban a construirlo juntos, a confeccionarlo. Nos inventábamos cosas maravillosas para hacer visible el acontecimiento Jesús entre los hombres. Las ovejas, los pastores, los reyes sabios y lo principal: la gruta. ¿Mamá, cuando colocamos al niño Dios? ¡Espérate hijo! en la noche del 24, cuando recemos la novena y cenemos en familia para celebrar que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones! Así respondía mamá. Y qué pedagogía la de nuestros abuelos y papás: los “regalos del niño Dios”, para lograr hacernos entender que el “más grande regalo es Él”. De esta manera, hemos esperado con tanto gozo esta noche y al amanecer… la alegría de destapar los tan anhelados regalos.
Destapar nuestro regalo es llegar a conocer a Jesús, para que nuestra existencia tome sentido y vida. Con Él, la soberbia ya puede ser vencida y también la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. La cena de Navidad es el preludio del banquete del Reino que podemos vivir desde hoy y que ya lo experimentamos en la celebración de la Eucaristía. En la cena de Navidad se reencuentran los hijos ausentes, se abren los brazos para manifestar el perdón por las ofensas dolorosas, se reconoce la importancia de la familia, se comparten los bienes como signos de la bendición y providencia divina y la oración de la novena explica el por qué estamos juntos en esa maravillosa noche. La alegría es ya sacramento de felicidad verdadera que desborda todo cálculo humano.
Me duele el alma al ver que todo este sentido de la Navidad se va apagando. Añoramos estas fechas por las “vacaciones”, pero no como signo del regalo divino, sino como oportunidad para festejar en medio del licor, la borrachera y las consecuencias que de allí se generan. Nos excedemos en gastos y le damos más importancia al regalo material que se nos entrega. Si se acopla a mi gusto, no hay problema, pero si es cualquier “cosita”, vienen los juicios y las murmuraciones. Los niños comparan sus regalos y de acuerdo a ellos se sienten o no “amados por Dios”. Nos preocupamos por tener el árbol y a papá Noel, pero olvidamos el pesebre: a María, San José y el niño Dios. La oración de la novena, se convirtió en muchas familias, en una oportunidad para encontrarse y “paganizar la vida”, el único ausente de esa reunión es Jesucristo. ¡Cuántas veces la noche de Navidad ha sido noche de tragedia, de muerte y destrucción: algunos van a la cárcel y matrimonios terminan separados!
Es necesario evangelizar. Que todos podamos reconocer la belleza y necesidad de estas fiestas; la gracia que necesitamos tanto por los méritos de la infancia de Jesús. Reconstruyamos la “Natividad” en esta Navidad. Miremos cómo celebramos y nos daremos cuenta del tamaño de nuestra fe. Vayamos de nuevo a nuestra Navidad y recuperemos su maravilloso sentido y gracia para todos. No tengamos excesivos respetos que nos impiden manifestar nuestra fe públicamente. Con valentía mostremos, con nuestra manera de amar, la alegría de creer, porque “Quien me reconozca delante de los hombres- dice el Señor- yo lo reconoceré delante de mi Padre”. Esto va mucho más allá de lo que comúnmente, sin fundamento, se le denomina tradicionalismo. Se trata de lo esencial de nuestra vida. Volvamos a colocar a Jesús como centro y su nacimiento como la más grande bendición: FELIZ NAVIDAD.
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
2 Samuel 7,1-5. 8b-11.16; Salmo 88; Romanos 16,25-27; Lucas 1,26-38
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