Hace 19 años soy cafetero, muy poco para la larga tradición de varias generaciones de la mayoría. Mis tíos y mi abuelo fueron cafeteros, crecí todas mis vacaciones entre cafetales, guamos, pilas de café y arrumes de pergamino. Mis recuerdos de infancia están asociados a esa cultura y próspera época de la bonanza; mis tíos viajaban, invertían, compraban más fincas y educaban familias numerosas; algunos se iban a las mejores universidades y otros se quedaban manejando el negocio familiar. Cuando crecí siempre quise tener una finca, y después de varios años de ahorro, compramos con mi esposa, Buenos Aires, una tierra abandonada que fue de uno de mis tíos. Para hacer la inversión me asesoré de amigos quienes generosamente me contaron cómo era el negocio y qué podía esperar de él. Hicimos estudios de costos de producción, establecimiento del cultivo, producciones estimadas, financieros y posibles márgenes de utilidad. Me senté con mi hermano administrador a revisar los números que daban algo así como que una arroba se vendía en 36.000 pesos y producirla costaba 22.000. Ante la contundencia de las cifras mi asesor me animó para que no lo dudara, que eso era lo que yo quería y además era un muy buen negocio. Mirado en esa perspectiva, estoy de acuerdo en que lo era.
Por otro lado, muy recién comprada la tierra, otro amigo industrial muy exitoso y visionario, también cafetero, me decía que a pesar de esas cifras el café no tenía futuro; que con él iba a pasar lo que pasó con la quina en el siglo XVIII y que desde la destrucción del pacto de cuotas las posibilidades de rentabilidad eran mínimas. Con esos dos panoramas inicié mi proyecto que como le digo a mis amigos jocosamente, (pero es verdad): lo he hecho a "punta de fresa para invertirle a la cereza".
A los dos años la situación cambió dramáticamente, con precios de bolsa de 52 centavos por libra e interno de 25.000 pesos por arroba similar a los costos de producción; y así ha seguido. Transcurría el año 2002 y las cosas no pintaban bien para los cafeteros. Por esa época llegaron los cafés especiales con sellos de sostenibilidad que prometían sacarnos de los niveles bajos de precios para lanzarnos a ese nuevo y prometedor escenario. Y en un principio realmente hubo diferenciales interesantes, pero en la medida en que la oferta creció, disminuyeron, hasta llegar a lo que tenemos hoy, que no es significativo ni representa una opción económica a los productores.
Hasta que en algún momento entendí que la cosa no iba bien y que si seguíamos así eso no tenía posibilidades. Entonces hice un diplomado en la Universidad Tecnológica de Pereira que me cambió la perspectiva comprendiendo la diferencia entre un commoditie y lo que era realmente producir y comercializar café especial. Permanentemente recibo productores preocupados por su situación, interesados en ver qué pueden hacer para producir café especial. La dureza de la realidad nos sacó de la zona de confort. Mi respuesta es que no hay una fórmula mágica, que cada uno tiene que capacitarse y construir su propio camino de acuerdo a sus posibilidades y las condiciones de su tierra, que lo especial de una finca no es el café, sino el caficultor, y que todo debe partir de la convicción de que se puede hacer, pero hay que empezar a recorrer un camino largo y lento. No se trata se sembrar variedades exóticas, es llevar las que tenemos a la categoría de especial con conocimiento y prácticas cuidadosas. Lo último que les digo es que hay vías abiertas que los están esperando para que transiten por ellas.
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