El domingo pasado fui asaltado en Bogotá. Había salido de la casa de unos amigos y solo tenía que desplazarme dos cuadras. No llevé carro por la distancia tan corta y tampoco me hacía sentido pedir un taxi. A la mitad de la segunda cuadra, de un momento a otro sentí que algo me impedía moverme, un segundo después vi que eran dos personas que me agarraban y otro segundo más tarde supe que era un atraco. Era de noche, ese pedazo de la calle tenía mala iluminación, los atracadores iban con capucha que les cubría la cabeza y eran afrocolombianos, del Pacífico, todo era bien oscuro. Uno de ellos procuraba inmovilizarme y el otro estaba a menos de un metro de distancia amenazándome con un cuchillo que sostenía a la altura de su cabeza. Mientras esto pasaba, lo único que yo quería era liberarme de esa presión que me atrapaba de manera arbitraria, era una respuesta automática, también empecé a gritar esperando que los vecinos de la cuadra se dieran cuenta. En esas, el ladrón que me sujetaba me tumbó al piso y una vez en el suelo comenzó a darme patadas en la cabeza y en la cara. Lo que más me impresionó del atraco fueron esas patadas, no les encontraba sentido ni justificación. Creo que mi agresor sentía mucha rabia. En ese momento se me levantó la chaqueta y quedó al descubierto la billetera, la cual me sacaron en una exhalación y salieron corriendo. Me levanté inmediatamente y salí detrás de ellos hasta que vi que se montaban en un taxi que los esperaba con la puerta abierta. Me sorprendió ver que el conductor de un taxi fuera copartícipe del delito, y más que parecía una persona decente, no tenía el típico estereotipo de un malandrín, era un señor en sus cuarentas, bien presentado.
Lo único que pude hacer fue mirar detenidamente la placa del taxi hasta aprendérmela. Llamé al 123 e inmediatamente recibí atención de la policía que tardó menos de cinco minutos en llegar. Mientras tanto sentí que sangraba en la cabeza. Se pudo ubicar a la empresa a la cual está afiliado el taxi y espero que eso ayude a que haya alguna probabilidad de que la investigación, si la hay, pueda producir resultados, de manera que se capture a los responsables y se les aplique la pena que corresponda al delito. Según vigilantes del sector estas mismas personas atracan sistemáticamente en ese mismo punto.
Luego de esto fui al hospital para una revisión, pues lo que más me preocupaba eran los posibles efectos de las patadas en cabeza y cara. Afortunadamente, luego de un cuidadoso examen que incluyó un TAC de cabeza, no se evidenció daño alguno. Claro que ayer sí me llevé un buen susto, pues al levantarme de la cama me sentí muy inestable, como con una borrachera. Consulté al médico neurólogo y luego al otorrinolaringólogo y me explicaron que es normal luego de un evento así tener una laberintitis postraumática. Ya estoy mucho mejor.
No tendría sentido compartir este relato personal si no sirviera para hacer una reflexión que nos compete a todos: el haber sido víctima de un acto de violencia y todo lo que ello conlleva me llevó directamente a pensar en los millones de personas que de una u otra manera han sufrido la violencia en nuestro país, violencias infinitamente superiores a la que padecí: quienes perdieron a un ser querido asesinado, padecen una invalidez o mutilación, sufrieron un traumático secuestro, fueron desplazados y perdieron sus propiedades, tuvieron una agresión sexual, y muchas más formas de violencia.
A pesar de haber trabajado muchas veces con víctimas del conflicto y reinsertados de guerrilla y paramilitares, vivir la violencia en carne propia me generó un aprendizaje muy profundo y creo muy oportuno.
Solo si nos sintonizamos con el dolor y el sufrimiento que la violencia ha dejado en todos los que la han padecido, solo así, podremos ir construyendo una sociedad en paz.
El paso que hemos dado con el acuerdo que pone un punto final a la guerra con las Farc es enorme, no me cabe la menor duda. Para que este logro histórico transforme de verdad nuestra sociedad, el primer requisito es desarrollar empatía con quienes han sufrido la violencia, y los hay en todas partes. A su vez, los victimarios necesitan recorrer un camino que les ayude a sentir una verdadera contrición y un cabal entendimiento del mal causado.
La sanación y la reconciliación son ante todo un asunto del alma, mucho más profundo que la política.
Nota: cada vez más admiración al profesor Luis Fernando Montoya
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