Con frecuencia converso con mi amiga Elsa, una académica y periodista venezolana a quien conocí hace 15 años, cuando ni en las peores pesadillas aparecía el horror que hoy vive su país. Cada vez que hablamos las historias son peores. Ella me pide disculpas porque buena parte de la charla se va en su relato de las tragedias que viven en su país; le digo que para mí es muy valioso escucharla y que estoy muy agradecido por el hecho de que comparta conmigo su vivencia y la de muchos de sus allegados en medio de la catástrofe.
Hace unos días me escribió el siguiente mensaje: “Esto es demasiado duro, las palabras se agotan ante tanto cinismo y maldad. No puede uno explicarse de dónde salieron estos monstruos asesinos. La cantidad de muertes que contamos a diario no tiene antecedentes en nuestra historia. En medio de esta tragedia estamos bien, pero con mucho miedo de que nos dé una gripa porque no hay medicinas ni para eso”. Me contaba también su deseo de poder mandar al exterior a su mamá, persona de avanzada edad, así representara un esfuerzo económico descomunal, pues su permanencia en Venezuela la ponía en alto riesgo nutricional y de salud.
Ayer hablamos nuevamente, y como siempre, todo está peor que las veces anteriores. A propósito de la diáspora venezolana, tema de primera página en Colombia las últimas semanas, me dijo que tres de sus cuatro sobrinos están fuera de Venezuela, que casi todas las familias tienen miembros por fuera y que muchos padres y abuelos solo tienen contacto con sus hijos y nietos por el WhatsApp, Facebook o Skype. Me relata que al caminar por las calles de Caracas se escucha con mucha frecuencia a personas, especialmente jóvenes, planeando su salida, o mejor, su huida. Esto me dijo: “La separación de familias, de la manera tan dramática como se está dando, está produciendo una sociedad triste y deprimida, desgarrada por la ausencia y el dolor de saber que los que parten lo hacen en medio de penurias”. En sus dos siglos de existencia Venezuela ha sido país receptor de inmigrantes, son reconocidas sus colonias española, portuguesa, italiana y alemana. Hoy, por primera vez en doscientos años, gracias al régimen y en un período de tiempo muy corto, han sido expulsados de su tierra cinco millones de personas. En el tema de la diáspora bien vale la pena leer al sociólogo venezolano Tomás Páez.
La información en Venezuela está tremendamente controlada por el régimen y existe una censura feroz. Sin embargo, organizaciones independientes realizan un valeroso esfuerzo que permite tener un referente de la tragedia con cifras. Por ejemplo, está comprobada un alza vertiginosa en el número de suicidios, en particular de enfermos cuyo dolor o desesperanza los lleva a preferir terminar con su vida. La gente está muriendo por desnutrición, falta de medicinas y homicidios. En cuanto a justicia, la impunidad es el aire que se respira, pues más del 96% de los delitos denunciados no son juzgados. Ocurren más de 27.000 homicidios al año. La deserción escolar en primaria y secundaria se calcula en un 60%. El 86% de los ciudadanos rechaza el régimen.
En la economía las historias parecen de ficción. Por ejemplo, el dinero circulante es muy poco; entonces, si alguien necesita efectivo para los gastos de un viaje, debe comprarlo. ¿Esto en qué consiste? En que de mi cuenta de ahorros le transfiero al vendedor de dinero por ejemplo 10 millones de bolívares y él me entrega 3 millones en efectivo. Lo que vale 100 en efectivo, si se paga con tarjeta débito cuesta 300. Elsa compró un apartamento hace cinco años por 1’900.000 bolívares y hoy un plátano vale 2’500.000. Debido a las últimas reformas, han cerrado en el último mes más de tres mil empresas, pues les queda imposible pagar un salario mínimo que se multiplicó por diez, y que aun así, sigue siendo de hambre y miseria para los trabajadores.
Le pregunto a Elsa qué piensa la gente del futuro; me contesta que la mayoría solo puede pensar en qué come hoy. No cabe duda que nuestra única opción con los venezolanos es la solidaridad, aquí y allá.
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