El ser humano siempre ha estado acompañado del sonido y el ruido. De manera sucinta se puede decir que el primero tiende a ser agradable, armónico y cadencioso y el segundo desagradable e irregular. La civilización trajo consigo espacios bulliciosos. En un principio fueron los mercados, como lo describen, por ejemplo, los relatos de la Antigua Roma, y más adelante los del mundo árabe en su obra clásica ‘Las mil y una noches’, en cuyos cuentos con frecuencia hacen presencia ruidosos pregoneros que buscan atraer a clientes en zocos y bazares.
Ya en los siglos XVIII y XIX, la Revolución Industrial introdujo la máquina y con ella llegó el ruido para instalarse definitivamente. Más adelante el automóvil se encargó de que el silencio prácticamente desapareciera de las ciudades, donde vive hoy en día la mayoría de la humanidad. Televisores, radios, emisores de sonido y teléfonos inteligentes se han encargado de completar el arcoíris sonoro.
Así llegamos a una sociedad muy ruidosa que enferma y mata sigilosamente, y que se ha vuelto adicta al ruido, que no tolera el silencio. A varios niveles el ruido es perverso: va dañando paulatinamente las estructuras del oído, y con el tiempo produce hipoacusia y sordera, con tantos afectados hoy, que amenaza con convertirse en epidemia. Deteriora también los sistemas nervioso, cardíaco y respiratorio, así como el sueño. Altera la producción hormonal que favorece el estrés, siendo comunes trastornos del comportamiento, actitudes agresivas y falta de concentración y observación.
Sin duda, el ruido es un mal contemporáneo que ignoramos casi siempre y, lo peor, que es fomentado de mil formas. Son comunes las plazas y calles donde de cada local comercial sale como una bocanada de fuego una música estridente, que se mezcla con la siguiente y la siguiente, en una larga cadena. Vallenatos, reguetón, despecho y electrónica son las preferidas de quienes ejecutan esta tortura moderna. También televisores inútiles, que nadie mira ni escucha, pero que están ahí, para generar bulla. Aeropuertos, salas de espera, restaurantes y cafés, obligan a sus usuarios y clientes a tener que soportar insulsos noticieros del medio día, impidiendo un momento de tranquilidad.
Esta bulla embrutecedora lo ha penetrado todo. Por ejemplo, es común que cuando se visitan fincas, en vez de disfrutar del privilegio de observar y escuchar aves, se prefiera prender el televisor o escuchar estridente música. A propósito, recientes estudios médicos han encontrado que observar y escuchar aves tiene un efecto muy positivo en la salud mental, lleva al silencio interior en una especie de meditación. Curiosamente, es muy frecuente que los grupos de personas que se juntan a conversar, requieran tener la música a todo volumen, obligándose a gritar o a no hablar, vaya paradoja.
Se pensará que el ruido es un asunto solo de salud pública, de convivencia entre vecinos, del código de policía. Sin embargo, va mucho más allá. Somos una sociedad ruidosa en la política, el gobierno, los negocios, la enseñanza. Con solo escuchar los programas de análisis y opinión política, en radio y televisión, se comprueba que se habla sin parar, que entre más se grite mejor, sin escuchar a los demás, sin dejar terminar una idea al interlocutor. En la educación se procura ‘embutir’ contenidos a los estudiantes, enseñándoles a hablar de manera elocuente sin decir nada. Se premia el ruido, se castiga el silencio.
El ruido es más cercano a la violencia, a la agresión. El silencio va más con la paz. Si habláramos menos y escucháramos más, contribuiríamos a una sociedad más tranquila. Y a propósito de una sociedad que requiere sanar heridas de guerra, una escucha atenta es el mejor aporte que podemos hacer a la paz que tanto necesitamos, pues el escuchar atentamente ya alivia buena parte del sufrimiento. Para profundizar en esto invito a leer a Thich Nhat Hanh.
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