Durante cinco días, del 6 al 10 de septiembre, el país entero vivió alrededor del papa Francisco. No recuerdo ninguna visita de personaje público o jefe de Estado que despertara tanto entusiasmo y empatía. Su presencia transmitió siempre, desde su llegada hasta que su avión despegó de Cartagena, una maravillosa y benefactora energía. Congregó a millones de personas en las misas que celebró, se reunió con grupos pequeños y grandes, incluso los televidentes pudieron sentirlo cercano. Queda la nostalgia tras su partida.
Medir los beneficios de la visita de Francisco es muy difícil y a lo mejor prematuro. Su mensaje estaba destinado a lo más íntimo de cada persona, a un lugar que no atiende a la lógica de la mayoría de asuntos con los que tratamos todos los días, como la política. Por eso es difícil saber a ciencia cierta qué tanto sus palabras penetraron a los millones de sus oyentes, qué tanto llegaron a la conciencia de quienes lo vieron, escucharon y siguieron.
Obviamente, la importancia de la visita del papa obedece en buena medida a ser la cabeza de la Iglesia Católica, la mayoritaria en el país. Pero sin duda, la persona de Francisco marca la diferencia. Una visita por ejemplo de Benedicto XVI no hubiera sido ni la sombra de la que tuvimos.
El mensaje del papa fue totalmente pertinente. Sus palabras, representadas básicamente en sus homilías, atendieron a los problemas y retos más apremiantes que tenemos los colombianos, su voz trascendió la superficialidad de la política y abordó los temas más humanos que todos debemos resolver día a día.
Francisco pidió “perder el miedo que nos inmoviliza y navegar mar adentro como invita Jesús a sus discípulos”. La paz que queremos conquistar como sociedad implica sin duda navegar en aguas desconocidas, dejar la orilla. Es claro que el país está explorando un nuevo territorio, andando incluso a tientas, pero no lo estamos haciendo para caer en el abismo, son los primeros pasos de un viaje mucho más esperanzador que aquel que sufrimos por muchas décadas. Claro que hay riesgos, como lo decía el papa, pero peor es no ‘echar las redes’.
Era imposible escuchar una voz más sabia para nuestro momento, un consejero más pertinente para encontrar la paz. Francisco llamó a la reconciliación; no una reconciliación abstracta, sino concreta; no entre multitudes, entre dos personas. Un reto que nos espera todos los días. Comprendió profundamente las tareas que tenemos pendientes al terminar la guerra y situó a las víctimas en el centro: “hay que abrir una puerta a todas y cada una de las personas que ha vivido la dramática realidad del conflicto”. Invitó a las víctimas a vencer la tentación de la venganza, constituyéndose así en los más creíbles constructores de paz. Esto para nada implica legitimar injusticias y abogó por un sí a la verdad.
En Cartagena habló de la reconvención necesaria a quien está haciendo algo indebido, si no escucha traer a dos testigos, luego a la comunidad y si finalmente no hace caso dejarlo a su suerte por necio. Perdón, corrección y comunidad, los elementos para el regreso del díscolo. Dijo Francisco que el buen pastor deja a sus 99 ovejas para ir a rescatar la perdida. Que la falta de uno involucra a todos. ¿Acaso esto no es lo más parecido a un proceso de paz?
El papa indicó que quien toma la iniciativa es el más valiente, que la paz requiere una delicada armonía entre política y derecho, un encuentro personal entre víctimas y victimarios. Que la reinserción comienza en un diálogo de dos. Conocer la verdad, reparar y emprender acciones para evitar que se repitan los crímenes es vital para la reconciliación que nos propone Francisco.
Ojalá los colombianos hayamos tenido oídos para escucharlo, para encarnar su palabra. Que su sabiduría y su presencia nos acompañe a todos.
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