Juan Pablo Pernalete, de 20 años, estaba adelantando sus estudios universitarios gracias a una beca que obtuvo por ser un gran deportista. Un proyectil de gas lacrimógeno le destrozó el esternón y rompió su corazón. Murió a manos de la fuerza pública venezolana. Su pecado fue salir a marchar contra el gobierno. En el último mes van 33 personas muertas a manos de la guardia venezolana, más de mil heridos y los detenidos superan los mil también. Las marchas lo único que han querido es llegar a tres instituciones públicas a manifestar su voz de rechazo contra el régimen y Maduro. Querer llegar a la Defensoría del Pueblo, a la Asamblea Nacional y el Consejo Nacional Electoral es hoy un asunto de vida o muerte en Venezuela. En Caracas, por disposición del gobierno, se perdió el derecho a la libre locomoción, pues la ciudad está segmentada y solo unos pocos ‘privilegiados’, los oficialistas, pueden traspasar los límites establecidos a través de la represión y la brutalidad.
Tampoco se puede protestar desde las casas, pues se volvió usual que las fuerzas no de seguridad, sino de represión, disparen sin la menor contemplación a quien desde una ventana esté en el ejercicio del “cacerolazo”. A propósito de este tipo de protesta, el primero de mayo se convocó a un cacerolazo nacional, el cual retumbó en todo el país, especialmente en los sectores populares de Caracas, como los barrios '23 de enero', Petare y Catia, antiguos bastiones del Chavismo. Al mencionar estos barrios populares, hay que decir que hoy son rehenes del régimen, pues ‘los colectivos’, como se llama a los grupos de civiles que ‘defienden’ la revolución, rondan las calles y esquinas en motos sin placas dispuestos a imponer orden, sobra decir que van armados y no vacilan en disparar. No tienen nada que envidiar a las bandas de sicarios que han asolado a ciudades como Medellín. Son simple y llanamente paramilitares.
Pero si antes la gente temía criticar al régimen, hoy nadie se priva de ello, pues la gran mayoría no aguanta más. Cada vez menos venezolanos apoyan a Maduro y su horda. En la convocatoria a marchar hecha por la oposición el primero de mayo, llamada ‘La Toma de Venezuela’, solo en Caracas salió un millón de personas. El gobierno movió toda su maquinaria para hacer una contramarcha; con todos los recursos a su disposición, usados de forma grosera, a duras penas llegaron a los 80.000 manifestantes en apoyo al gobierno en la Avenida Bolívar.
Todo esto sin hablar de las carencias materiales. Se puede pasar un mes sin poder conseguir una libra de azúcar. Para lograr un kilo de arroz hay que acudir al mercado negro. La arepa venezolana, icono de la gastronomía del vecino país, está en vías de extinción, pues no hay harina. Lograr una aspirina es una odisea y ni qué decir de un remedio tan básico como el que tienen que tomar millones de personas para una epidemia contemporánea: la presión alta. Sin embargo, por ‘dignidad’ y pretendiendo una solvencia que hace mucho perdió, el gobierno no ha permitido que ayudas humanitarias de primera necesidad entren al país para socorrer a los más necesitados.
El llamado a una asamblea nacional constituyente que acaba de hacer Maduro no pudo haber sido más burdo, bueno, digno de él. Viola todos los cánones de la propia constitución chavista y tiene como único fin eliminar de un tajo cualquier asomo de oposición.
Una economía destrozada, las libertades civiles anuladas, el hambre y la más absoluta carencia manifestándose en todos los sectores sociales, la muerte y la inseguridad presentes en todas las esquinas y una tiranía al frente del gobierno son el resultado final de lo que terminó convertido en un monstruo: el Socialismo del Siglo XIX.
Venezuela vive su hora más dolorosa desde hace mucho tiempo. El daño causado ha sido enorme. Pero la decadencia del régimen marca ya sus horas finales, ojalá sea pronto. Luego deberán emprender la reconstrucción, y como nosotros tendrán un postconflicto que ojalá sane heridas y traiga alivio.
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