El Acuerdo de Viernes Santo del 10 de abril de 1998 es el referente obligado de la paz en Irlanda del Norte. El conflicto y la violencia vivida en esta región sucedieron básicamente entre 1968 y 1998, pero sus raíces históricas se hunden en la misma conquista de la isla por parte de los normandos en el siglo XII. La causa del cruento enfrentamiento de las últimas tres décadas fue el reclamo de una parte de la población por obtener la unificación con la República de Irlanda y la oposición de otra parte que quería conservar la dependencia política de Gran Bretaña. Quienes defendían la permanencia de la vinculación con Gran Bretaña eran protestantes y mayoritarios en Irlanda del Norte, llamados unionistas, y quienes querían la unificación con la República eran católicos y minoritarios. Los católicos pro república fueron durante este período de violencia quienes presentaban los índices más altos de pobreza y desempleo.
Veinte años después de firmado el acuerdo de paz, auspiciado y sostenido por Londres, las simpatías y preferencias de uno y otro lado permanecen, pero con una diferencia radical: sin violencia. Es preciso anotar que durante estos veinte años ha habido momentos de tensión, con serios riesgos, especialmente en el año 2006, pero sus protagonistas los han sabido sortear con éxito y con la decisión inquebrantable de que la violencia no regrese a su país. Desde hace mucho tiempo Belfast no es noticia por bombas, actos terroristas o muertos.
Por otro lado, está el conflicto entre israelíes y palestinos que cumple ya 70 años, los mismos de fundación del Estado de Israel. Desde la guerra civil de 1948 hasta los disturbios de estos días a causa del establecimiento de la embajada de Estados Unidos en Jerusalén, que hasta ayer dejaba 50 muertos y más de 2.000 heridos, la violencia ha estado presente en la región. Un conflicto que a veces parece insoluble y al cual muchos le meten más candela, empezando por Donald Trump.
¿Cuál de las dos historias, de los dos caminos, es lo más recomendable? Sin duda, Irlanda. Claro que hay diferencias sustanciales entre ambos fenómenos, contextos geopolíticos diferentes, pero en el fondo el reto superior en los dos casos ha sido resolver el problema de la violencia.
A año y medio de suscrito el Acuerdo Final entre el Gobierno y las Farc podemos afirmar sin duda alguna que hemos probado los beneficios de lo suscrito, fundamentalmente la desaparición de un aparato de guerra como las Farc que llegó a tener más de 20 mil hombres en armas y que causó muerte y sufrimiento en buena parte del territorio nacional. Lo curioso es que buena parte de la población, muchos líderes de opinión, políticos y partidos consideran esto de poca monta, algo que pasa desapercibido, así como no valoramos el agua sino solo hasta que falta.
La violencia que estamos obligados a desaparecer puede regresar a niveles dramáticos si no somos cuidadosos y responsables con las obligaciones que implica el cumplimiento del acuerdo de paz. No necesariamente porque las Farc se rearmen y resuciten como el ave fénix, esto no va a pasar. Pero sí existe el peligro de que miles de sus excombatientes regresen a cualquier aparato armado, como las bandas criminales, a hacer lo único que conocen, ser peones de la guerra y la violencia. A su vez, líderes de lo que fueron las Farc pueden dar media vuelta y buscar un refugio en el monte y la selva, regresar a lo que fue su espacio vital por décadas; esto, si se sienten tremendamente amenazados por lo que perciben como hostilidad en la vida civil y legal. Iván Márquez ya está en el límite que separa su nueva vida y la vieja, y en cualquier momento se interna en la selva como Lope de Aguirre, el conquistador español que buscó el Dorado en el Amazonas sin posibilidad de retorno. Sin duda existen soluciones dentro de la ley.
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