Es una bella palabra: prestidigitador. De esas que suenan agradable, que se salen de lo corriente, que complacen el paladar del lector. Es una palabra gourmet.
El prestidigitador es aquella persona que por medio de artilugios, métodos de confusión y artes de evasión, produce todo tipo de ilusiones a los sentidos de quien lo observa. También se le conoce como ilusionista o mago.
Eso ha sido hasta ahora el presidente Duque, un prestidigitador, un ilusionista. Lo ha sido en el sentido más literal del término, pues recordemos cómo buscaba como candidato ganar la simpatía de los electores haciendo trucos de cartas y otras monerías. Ya de presidente y sin tener un rumbo claro, Duque comenzó desde su misma posesión a generar ilusiones, a engañar los ojos del público. Ese 7 de agosto del año pasado, en contraposición al burdo discurso de Macías, habló de gobernar sin anclas en el pasado, sin odios, sin revanchas, para construir y no destruir. Se refirió a una Colombia donde podamos vivir en paz y ponderó la resiliencia. Tan buena fue la ilusión, que hasta los miembros de su partido, el Centro Democrático, quedaron perplejos.
Luego de varios meses de una gestión intrascendente, sin foco, Duque se encontró con dos eventos que han sido su tabla de salvación, que le han permitido ganar el favor del público: el acto terrorista del Eln en la Escuela General Santander de la Policía y la coyuntura venezolana a partir del surgimiento del presidente interino Juan Guaidó. En el primer caso, una guerrilla lunática le permitió recobrar el aliento al proceder con la firmeza que se demandaba. Sin embargo, su supuesto apego a la ley quedó muy mal parado, pues el reclamo a Cuba para que apresara a los negociadores del Eln echaba por la borda elementales principios del Derecho Internacional, dejando muy mal parado al Estado colombiano. Pero su acto de ilusionismo gustaba a la tribuna. Por otro lado, la crisis venezolana, sirvió para que Duque, ante la carencia de un norte para su mandato, tomara este tema como su primerísima prioridad, y de alguna manera dejara relegadas todas las urgencias y necesidades del país. El presidente, con su gestión monotemática del asunto venezolano, está olvidando que gobierna es a Colombia.
Son muchos los temas en que el gobernante ha actuado como ilusionista: ha prometido hasta el cansancio trabajar por la equidad, pero su reforma tributaria está lejos de cumplir el propósito. Se ha comprometido internacionalmente con el legado que recibió del acuerdo de paz suscrito entre el Estado colombiano y las Farc, pero internamente hace todo lo contrario, en un incumplimiento permanente y sistemático con lo pactado. Para la muestra están la dilación para sancionar la ley reglamentaria de la JEP y su posible objeción, el nulo avance en temas sustanciales del acuerdo y la desfinanciación con plena conciencia de los programas, incluido lo más elemental: la manutención temporal de quienes dejaron las armas. Por otro lado, su compromiso con el medio ambiente es débil y ha abierto la puerta al fracking, al que en campaña le había dicho que no. Si bien promociona la educación como una de sus prioridades, prefirió por mucho tiempo atender a celebridades de la farándula, como Maluma, antes que recibir a estudiantes y profesores. Su lema preferido es "el que la hace la paga", pero deja al garete al Bajo Cauca de Antioquia y Córdoba, una región que está sufriendo la dictadura de la delincuencia como en los peores tiempos del paramilitarismo. Y para rematar, quiso volver a armar a los civiles de manera laxa y ha creado una red de "cooperantes" de casi un millón de personas. Todo esto sin mencionar la gran cantidad de "perlas" que trae su plan de desarrollo.
Al develar la ilusión, vemos un presidente ligero, con frecuencia banal, que demuestra su inmadurez para el cargo que ejerce y que con seguridad malos ratos estará pasando al ser incapaz de conducir a una nación. ¿Serán así los tres años y medio que faltan?.
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