La semana pasada fue noticia un delito ocurrido en el puerto de Buenaventura: un funcionario de la DIAN permitía la entrada de contrabando. No era un acto de corrupción llamativo o raro, pues estamos resignados y acostumbrados a esta tragedia nacional de vampirismo de las finanzas públicas. Lo que hizo notorio este evento fue la manera como la hija del funcionario disfrutaba del botín. La historia es sencilla: Omar Ambuila, funcionario de rango medio de la DIAN, adquirió la costumbre de hacerse el de la ‘vista gorda’ con cargamentos de contrabando que llegaban al puerto y facilitaba todo para que las mercancías siguieran su camino al mercado nacional. Ambuila no estaba solo, hacía parte de una telaraña delictiva al interior de la entidad. Hay que decir que la DIAN ha sido la gallina de los huevos de oro de mafias que comprometen a congresistas, personalidades con poder y miembros de la Policía, como lo ha indicado el exdirector de la institución Juan Ricardo Ortega.
La hija de Ambuila, Jenny, de 26 años, entra en escena al ser un eslabón muy notorio de esta red criminal. Ella llevaba una vida en Miami digna de jeque árabe. Se paseaba en esta ciudad en un carro Lamborghini rojo con un costo en el mercado de mil millones de pesos. También tenía para otros paseos un Porsche. Su ropa y sus accesorios eran de las marcas más costosas, inaccesibles para casi todo el mundo, incluso hacía ‘personalizar’ sus maletines Louis Vuitton con las letras JA. Vivía en una Torre Trump, viajaba por el mundo siguiendo los pasos del Jet-Set y para completar, su celular era enchapado en oro, de una edición muy exclusiva. Jenny se quiso salir del estereotipo traqueto y persiguió su sueño de refinada princesa. Y para que todo no fuera material, presumía de estudiar en la Universidad de Harvard al dejar ver en muchas fotos su carné de estudiante, de seguro por algún curso de verano que solo requiere para ser admitido pagar su costo.
Se calcula que Omar Ambuila sacó del país como mínimo 72.000 millones de pesos en los últimos cuatro años, producto de su participación en esta trama de contrabando. Jenny, inocente y candorosamente, hacía pública su vida de ensueño en Facebook, Youtube e Instagram. Quería que todo el mundo viera su ‘éxito’.
Dos reflexiones quiero plantear en torno a este hecho. En primer término, así no lo queramos ver, nuestra cultura, nuestros valores y el sistema como un todo, estimulan y alientan conductas de corrupción. La posesión de riqueza, el lucimiento de la misma, el reconocimiento como alguien de ‘éxito’, el acceso a todos los caprichos materiales, siguen siendo un imán muy fuerte, una brújula que guía a una muy buena parte de la sociedad. Por su parte el delito se presenta como un camino corto y posible para muchas personas dispuestas a todo con tal de ascender al olimpo de los privilegiados. Sin duda, comunidades pobres y marginadas, regiones enteras atrasadas y que día a día viven extremas penurias, son tierra fértil para nutrir ejércitos de delincuentes, por necesidad o codicia: desde el asesino Guacho hasta la refinada Jenny. Ningún combate a la corrupción y el crimen será efectivo mientras convivan la codicia generalizada y la marginación colectiva.
La segunda reflexión, situada en el otro extremo del fenómeno, tiene que ver con la efectividad del control penal a este tipo de conductas. Todo indica que el crimen sí paga cuando es de cuello blanco. Las penas son reducidas en la mayoría de casos, cuando no es que prescriben los procesos. A esto se suman los acuerdos con la Fiscalía y los beneficios como la casa por cárcel. Además, el dinero nunca se recupera. ¿Quién es más perverso: el sicario de arrabal o el financista de clase alta que defrauda miles de ahorradores, o congresistas como los ñoños, o gobernadores como Alejandro Lyons?
Es un tema muy espinoso y delicado el de la pena, el castigo. Un extremo draconiano nos puede llevar a una represión intolerable, pero una amplia flexibilidad hace que no haya disuasión para los potenciales delincuentes y responsabilidad por los actos ya cometidos. Tal vez en nuestro país va siendo hora de replantear el sistema de penas y castigos, para que guarde equivalencia con el daño causado.
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