Sin el menor asomo de duda, la corrupción es el fenómeno social que más desvela a los colombianos en este momento. En la mente de los ciudadanos ha desplazado a la violencia, las críticas a los acuerdos de paz, la pobreza, la salud y la educación. Se tiene la percepción de que si no se resuelve el asunto de la corrupción, no será posible arreglar lo demás.
Aparte del daño fiscal, cada vez mayor, que produce la corrupción, el perjuicio paralelo que genera es la pérdida de legitimidad del sistema político, de todo el Estado; no hay rincón de ninguna rama del poder público que se escape de esta tragedia.
El escándalo de Odebrecht ha sido como la ficha que completa un rompecabezas, y ha permitido que los ciudadanos veamos la imagen completa. Este horroroso cuadro parece salido del pintor renacentista El Bosco, es como el Infierno de su tríptico El Jardín de las Delicias.
Si bien el fenómeno de la corrupción tiene muchas aristas, no cabe duda de que su piedra angular, su sustento, está en los niveles más altos del Estado y la sociedad: altos funcionarios públicos, políticos y empresarios son quienes tienen mayor responsabilidad. Sus acciones corruptas, por lo tanto criminales, tienen una dimensión muy dañina: el ejemplo que dan. Si al más alto nivel se sacrifica el interés general en aras de un beneficio personal delictivo, es muy difícil que por la sociedad se esparza la virtud. Hay una conexión íntima entre los peculados de ministros y senadores y la pequeña trampa de un burócrata de bajo nivel, del policía de tránsito y del taxista que quiere ‘tumbar’ al pasajero.
El primer remedio a tener en cuenta para esta enfermedad social catastrófica que es la corrupción, es el buen ejemplo. Ante todo combate la esquizofrenia de unos políticos y altos funcionarios que predican a todo pulmón y se rasgan las vestiduras contra la corrupción, pero que de noche hacen sus negocios y se enriquecen con la plata de todos. Hace pocos días, en este mismo diario, un reconocido parlamentario arremetía contra la corrupción, sabiendo todo el mundo que en su actividad política tiene varios agujeros negros qué explicar. Es algo que da risa.
¿Qué es lo que produce tanta admiración hacia Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay? Fundamentalmente su ejemplo, la manera sencilla en la que vive. Nunca dejó su pequeña finca, muy pequeña, para irse a la residencia presidencial; renunció a un 80% de su salario como mandatario, pues dijo no necesitar tanta plata. Su seguridad siempre ha sido mínima o inexistente. Su hablar es sencillo, sin palabrerías banales. Hasta ahora ni un solo escándalo de corrupción lo ha vinculado.
Nuestros altos funcionarios y políticos son vanidosos, ególatras, banales, caprichosos, y lo más grave, muchas veces delincuentes. Requieren que se les trate como reyes o príncipes, que todo esté tendido a sus pies, y asumen el dinero público como de su billetera. Es como una nobleza que subyuga al resto de la población.
Mucha responsabilidad en todo esto le cabe a nuestro sistema educativo. No son los obreros y las secretarias quienes desfalcan al Estado. Son abogados, ingenieros, economistas, médicos y otros profesionales quienes se hacen al botín. Hoy se presenta a la educación como la panacea que cura todos los males sociales, y entre más se avance en estudios, mejor. Pero parece que las cosas no son tan sencillas. Tal vez las universidades están contribuyendo a producir los monstruos, pues en su mensaje diario, muchas veces no verbal, repiten sin cesar que la fórmula para la felicidad es una mezcla de riqueza, poder y fama. Así de boca insistan en ‘valores’.
Empecemos por lo primero, que los gobernantes y altos dirigentes den ejemplo.
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