El 24 de noviembre del 2016 se pactó el fin de la guerra entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc. No me cansaré de decir que el fin de la guerra insurgente y la desaparición de esta organización armada fue una quimera por más de 35 años, desde el gobierno de Belisario Betancur y el primer proceso de paz. Los presidentes, cada uno a su manera, persiguieron el propósito de terminar con el conflicto armado interno de corte político que vivimos ininterrumpidamente desde 1964.
Todos buscaron este fin a través de las dos únicas maneras posibles: la guerra misma o la negociación. Álvaro Uribe, el más fiero de los enemigos de guerra que tuvieron las Farc, también buscó la negociación. Pero de todos, el único que logró el milagro fue Juan Manuel Santos, y su pecado terminó siendo lograr el milagro.
Sin duda, un acuerdo de paz como el logrado no es un hecho que deja contento a todo el mundo, pues una buena parte de la sociedad quisiera un resultado que se ajustara a sus deseos maximalistas, bien en la amplitud de la agenda negociada y las concesiones hechas, o bien en las restricciones en lo pactado y las obligaciones impuestas a quien es visto como el enemigo. Pero bien sabemos desde hace un siglo que ni lo uno ni lo otro funciona. El castigo severo del enemigo en un tratado de paz trae como consecuencia la aparición de resentimientos fuertes que se alimentan de amargura y ánimo de venganza, que luego estallan en una guerra más virulenta que la anterior. El Tratado de Versalles de 1918, que humilló y postró a una Alemania que no había sido doblegada en el campo de batalla, sembró las semillas para el surgimiento de un monstruo como Hitler y el mayor genocidio conocido por la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Por el otro lado, un pacto tan amplio y generoso como el acordado por el Primer Ministro británico Chamberlain y Hitler en Munich en 1938, con el único ánimo por parte del inglés de aplacar al dictador alemán, solo sirvió para engordar a la máquina de guerra de los nazis.
En las antípodas, la izquierda dura y las Farc hubieran querido un acuerdo de paz mucho más amplio y generoso. Y por su parte la derecha radical y su líder Álvaro Uribe querían una entrega incondicional que solo recibiera como contrapartida la cárcel y el ostracismo para el vencido. La paz lograda no fue ni lo uno ni lo otro, y eso demuestra de alguna manera que fue buena. Sin embargo, una oposición tan dura y cerrada como la tuvieron el proceso de paz y el pacto final rindió sus frutos y partió milimétricamente por la mitad a la sociedad, con su perfecto corolario en la votación por el sí y por el no en el referendo del 2 de octubre de 2016.
Esta división en la sociedad ha persistido hasta nuestros días y sigue teniendo sus manifestaciones concretas y tangibles, siendo la última la elección presidencial. Y esta tensión es la que ha determinado el recorrido ambivalente del posconflicto: por un lado una fuerza política significativa que quiere borrar e invisibilizar la paz lograda, que quiere diezmar drásticamente los compromisos del Estado o que en últimas pretende que 'nos hagamos los bobos' con las obligaciones; y por otro lado una oposición al Gobierno que busca que se honre la palabra y que cree que cumpliendo el Acuerdo del Colón se da un paso muy importante para que recuperemos la salud como sociedad y no vivamos nuevamente la crueldad de la guerra y la violencia.
En medio de esto, y sin la espada de Damocles de los fusiles, las emboscadas, los secuestros y las bombas, a casi todos los colombianos se les olvidó que hace dos años exactamente el país tuvo un logro admirado por todo el mundo: terminar una guerra a través de un acuerdo. Se olvidó el acuerdo, se olvidaron los compromisos y se quiere hacer trampa, incumplir lo pactado. Así las cosas, si no ponemos fin a la negligencia y la negación del Acuerdo de Paz, en un corto tiempo habremos perdido una gran oportunidad para un verdadero progreso colectivo y la gente se preguntará ¿cuál acuerdo de paz?
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