Es grato poder comentar casos dentro del quehacer cultural que tuvieron éxito, esto con el fin de establecer patrones y continuar desarrollando esta complicada actividad, que es todo un arte.
El pintor Carlos Alberto Valencia descolgó sus cuadros dentro de la actividad Concejo visible/Cultura visible y los despachó para Norteamérica donde tenía un interesante compromiso con ellos. Después de una constante búsqueda por internet dio Carlos Alberto Valencia con una asociación cultural en Kansas City que lo invitó a exponer su trabajo. Con la habitual gentileza este hombre empezó a tocar puertas para conseguir el pasaje aéreo contando con la suerte de que el gerente del Instituto, el Dr. Héctor Ortiz, le pudo aportar algo. Emocionado y también nervioso lo vi partir. Creo que hay coraje y valor en la actitud de Carlos Alberto en atreverse a exponer en un país que no conoce, enfrentarse a una cultura con la cual no está muy familiarizado y poner a consideración su trabajo como artista.
Carlos Alberto Valencia pinta costumbrismo y él es una vocación tardía. Me contó que hace 8 años, un día, le dijo a su esposa que iba a dejar su empleo como contador en una fábrica de neveras y que se iba a dedicar a pintar, que ese oficio era su verdadera profesión. Desde entonces pinta y atiende una clientela, que, a punta de disciplina, cada vez es mayor.
Es un caso excepcional, porque Carlos Alberto sufre también la gran disyunción que hay entre el pintor y la sociedad. Para nuestra sociedad el pintor y todos los artistas son unos locos queridos que hay que tratar con distancia. Y es esta misma sociedad, vaya contradicción, que se saben los nombres y las obras de grandes pintores. Botero, Picasso o Van Gogh no son nombres desconocidos para ella. Además, esta misma sociedad le encanta decorar sus casas con cuadros, seguramente de dudoso valor artístico, pero el deseo de estar viviendo con formas y colores le es importante a esa sociedad. ¿Cuántas marqueterías tiene la ciudad? Teniendo en cuenta que estas mismas marqueterías reemplazan a las galerías porque es aquí donde esta sociedad, adicta a los colores y las formas, suple su necesidad de belleza. Si a un comprador de estos trípticos de mal gusto se le insinuase adquirir por el mismo dinero una obra de un pintor manizaleño, creo que ese comprador rápidamente saldría como ahuyentado de la marquetería porque el “gran arte” le es ajeno y prefiere las láminas o esos estrambóticos bodegones que no significan nada para “el gran arte”. ¿No sabe este comprador que el arte se valoriza? Seguramente sí, pero como al artista local lo cataloga esta sociedad de loquito, pues la actitud del comprador es de un camuflado desprecio y rechazo. Deben entrar la sociedad mediática en acción y ponderar a un artista para establecer un referente, pero una vez impuesta una nueva marca artística, el valor de un lienzo de ese talante ya rebasa en muchos dígitos, el presupuesto del normal comprador. Y quedamos así, otra vez, en compañía de caballos con espumantes crines.
Seguramente con artistas como Carlos Alberto esta brecha se cerrará un poco. Se nota que viene de un mundo pragmático y sabe que se debe establecer un contacto muy personal con el comprador poco acostumbrado a tratar con estos extraños hombres y mujeres llamados artistas. Sabe Valencia que el artista es un ser privilegiado, un ser dotado en una gran sensibilidad, pero no tiene la torpeza de enrostrárselo a esta sociedad acomplejada y necia.
Por supuesto que Valencia triunfó en Kansas City, su forma de ser le abrió puertas y toda su obra se vendió dejando con cada cuadro un embajador de nuestra cultura cafetera y paisaje allá.
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