Había subido una foto a Facebook, hace unos días, de una casa en bahareque demolida. Me llamaron la atención unos comentarios despectivos colocados por una persona bien conocida mía, culta, inclusive constructor y para redondear el cuadro: activista del Partido Verde.
Me es difícil conciliar este sólido perfil con una actitud adversa ante un tema como lo es el patrimonio cultural. El bahareque no solo apela a la historia y al patrimonio, sino tiene injerencia en un tema tan delicado como lo es la identidad de una sociedad. Hablar de palos podridos es demostrar que ésta persona no se halla en la cultura en la cual le tocó vivir, y por ende la desprecia y cree estar autorizado de darle rienda suelta a su frustración convertida en agresividad. Su propuesta es demoler y colocar en el lote vacío un edificio feo y supongo diseñado por un tacaño arquitecto que procura hacer dinero y no construir vivienda con el fin de brindar techos dignos a la gente. A este paquete de vivienda le coloca esta gente el rótulo de progreso y desarrollo, pero esa letal idea solo nos ha deparado ciudades sin norte, ajustadas a amañadas normas, perjudiciales para el ser humano. Y esta misma actitud de lucro, ante y sobre todo, puede echar otro tipo de frutos como lo son aquellos constructores que se ensañan contra la naturaleza.
El bahareque refleja nuestra sociedad desde hace casi 200 años. Es la prueba que nuestro pasado es tan vivo y fuerte como nuestro presente. Es el bahareque la respuesta a unas exigencias físicas, económicas y culturales que nuestros ancestros fueron capaces de dar. El bahareque es parte de ese tejido cultural que funge de cimiento a nuestro presente, a pesar que no queramos hacer uso de él. Por medio del bahareque los fundadores de esta región se apropiaron del territorio, lo colonizaron y se adaptaron. Dejaron atrás ciertas ideas que traían consigo y las ajustaron a una nueva realidad. En lograr cambios para mejorar, para mí, hay grandeza. Hay en esa arquitectura una coherencia y hay un alma.
El bahareque refleja una cultura pobre que estaba en la transición entre una colonia que fue explotada por 300 años y un país autónomo aprendiendo a ser democrático. Carece de materiales diversos y de renombrados arquitectos como para ser medida por gentes superficiales con modelos europeos. Pocos nombres sobresalen; tal vez el de don Heliodoro Ochoa del cual no se sabe a ciencia cierta si estudió en una universidad o no, o el de don Eliseo Tangarife el cual definitivamente no vio una universidad por dentro. El desarrollo de las universidades en nuestro país fue muy lento, pero la gente necesitaba casas donde vivir. El bahareque es la respuesta que se dio a ese reto en nuestro territorio. Insisto: el bahareque es producto de un ingenio típicamente humano que trabaja con lo que encuentra y no veo motivo para despreciar, por el mero sentido de lucro, estos logros, logros que hemos heredado, que son nuestra sangre.
Me pregunto, ¿cómo quiere ese verde amigo mío, el cual no es un caso aislado, construir una nueva política si no valora las muestras de nuestra identidad? ¿Cuáles serán sus insumos para fortalecer la sociedad que rechazará la corrupción, no porque la recrimine y la pretenda castigar sus políticos y gobernantes; no, que la asuma como un proceso de depuración que nuestra sociedad, como un todo, debe hacer ya que está sumamente contagiada de ese nefasto mal?
Ya no se puede hablar de un pueblo educado, porque todos los colombianos saben leer y escribir, pero un pueblo con una sólida identidad se comportará muy diferente como sociedad y producirá los suficientes anticuerpos para defenderse de males como la corrupción y la política colombiana. Estoy convencido que una sociedad con una sólida identidad planteará y se comprometerá a labrar una Colombia mucho más incluyente donde haya trabajo digno para todos.
Despreciar el bahareque es como expulsar al abuelo de la comunidad familiar; es como cerrar los museos; es como vender como papel viejo los archivos públicos; es cómo disolver las bandas musicales y clausurar los teatros. Es simplemente negar nuestra frágil civilidad.
Concluyo y me sigo preguntando: ¿para qué y por qué esa actitud?
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