Modestia, apártate, porque debo confesar que he estado cerca de dos papas y de un papábile, como se les dice a los candidatos a ocupar la silla perezosa de Pedro.
El último encuentro ocurrió hace un año durante la visita del papa Francisco a Medellín. Con ropa de pontificar le monté la perseguidora al Pepe Mojica de los argentinos. “Y llovía y llovía”.
Por reglamento, los papas andan a una jaculatoria por hora. La infalibilidad de que gozan los habilita para caminar con tumbao o paso de ganso.
Francisco se salió del libreto de la lentitud porque andaba escaso de tiempo. Cuando pasó cerca de mí, en Boston, lo hizo como una ráfaga, como si le fuera a vencer el plazo para pagar los servicios.
Del papa gaucho no quedaron rastros en la selfi que tomé. Pero lo tuve más cerca que si hubiera ido hasta la Plaza de San Pedro. Esa platica me la ahorré. Como “mi” presidente Duque se reunirá con él le mandaré saludos y que lo quiero mucho…
Con Juan Pablo II, mejoró el asunto. Esta vez le respiré en la nuca en Armero, Tolima, adonde fue a rezar por los muertos que dejó la avalancha.
La mirada que me regaló me recordó la del Corazón de Jesús de la sala de mi casa: Me miró sin verme.
Con el cuadro del Corazón de Jesús, el niño que era yo inventó este juego: Cambiaba de sitio a ver qué pasaba. Adonde fuera me seguía su mirada. ¡Milagro!
Como no estaba inventada la selfi tampoco hubo autorretrato. Lo vi bajar del helicóptero en compañía de Noemí Sanín, olorosa a Chanel, de López Michelsen y su traje a rayas, bajado con horqueta del Harrods londinense, y del cardenal López Trujillo.
Con López compartí en otra coyuntura. Por arte de serendipia, uno de los alias del azar, viajé a su lado en un vuelo Bogotá-Medellín.
Tiempo atrás yo había sido invitado por el Eln a una rueda de prensa en algún recoveco de Medellín. Aparte de la cháchara de que se tomarán el poder para el pueblo que ultrajan sin piedad, hablaron pestes del entonces arzobispo de Medellín.
A pesar de que no solo los elenos sino los párrocos de Medellín le tenían idea (bronca) al purpurado, durante ese vuelo me sentí fugazmente inmortal. “Dios no permitirá que se caiga el avión en el que viaja un arzobispo”, me dije con ingenuidad angelical. Dios estuvo de mi lado.
Lo interrumpí para hacerle una pregunta con la que no creo que haya dividido en dos la historia del periodismo: ¿A su caridad le da miedo montar en avión? Me respondió que el avión era su oficina.
Y siguió escribiendo esquelas en letra pegada, diminuta, de monja de clausura. Me castigó con un imponente y desdeñoso silencio cardenalicio el resto de la travesía.
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