Como en Ráquira, Boyacá, hacen bancos de barro llamados alcancías, y como estamos de muchos cincuenta años de la publicación de Cien años de soledad, revivo las pilatunas que me vi obligado a cometer en Estocolmo con motivo de la entrega del Nobel de literatura a don Gabo. Que los suecos me perdonen. Y que mis nietos no se enteren.
Este enviado debía transmitir en directo para Súper desde el teléfono del hotel la ceremonia de entrega del premio. No era competencia para los gossaines, los yamides y los arizmendis que transmitieron, cómodos, pechugones, desde los estudios de la radio o televisión suecas.
Pero se me apareció la Virgen en la persona de un bogotano que trabajaba por esos lares. Para dominar el idioma, mi salvador se alejó dos años con sus noches de todo lo que oliera a español. Y aprendió el sueco con tal fluidez que pedía cerveza en los bares con la fluidez de Olafo.
El hombre, viéndome saltar matones, me informó que en Estocolmo causaba furor por esos días un aparato sofisticado que permitía realizar conferencias, o transmisiones como la que debía hacer yo.
El cachivache se colocaba encima de un mueble, con los invitados alrededor. Y cada uno podía echarse su rollo desde su butaca sin necesidad de moverse. Y con sonido óptimo.
Le informé a mi paisano que eso estaba muy bien: lo que estaba mal es que no tenía con qué comprar semejante chéchere ni siquiera con los viáticos de los colombianos presentes en Estocolmo. Incluidos los del Nobel.
Para resumir: por sugerencia de mi nuevo y fugaz mejor amigo, fuimos a una empresa de comunicaciones, tomamos en préstamo el aparatejo, dijimos que lo ensayaríamos y que si nos satisfacía, lo comprábamos. Es lo normal entre gente decente.
Como los suecos presumen que todo el mundo juega limpio, autorizaron la operación. Sin ponerme colorado me llevé el aparato para el cuarto del Amaranteen Hotel, hice una transmisión relativamente decente y al otro día, en compañía de mi amigo, lo devolvimos con esta peregrina explicación: “No es lo que necesitábamos”.
Y dimos las gracias en el exquisito sueco de mi amigo que envidiaría el mismísimo rey Gustavo Adolfo. Nos habíamos hecho los suecos.
Los nórdicos ni se inmutaron, aceptaron la explicación y colorín colorado, la colombianada había llegado a su fin.
También cometí otra metida de quimbas en ninguna manera de menor cuantía. Transmití en directo un cuento que leyó García Márquez. Lo presenté como un regalo original a los suecos. No había tal: el cuento "El ahogado más bello del mundo" que leyó, era conocido.
Y les ahorro la historia de cómo traté de convencer a una sueca, bailarina de estriptís, bella e imposible, de que este moreno era capaz de subirla al nirvana con mi sexail latino… Regresé a casa con mi vitalidad intacta.
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