He sido un privilegiado. Mi salud ha sido tan buena que me declaré candidato a ser el más aliviado del cementerio. Pero en febrero, hace cinco años, me dio cáncer. Después de dos operaciones en las clínicas Reina Sofía y Marly, de Bogotá, desapareció el inameno visitante. Quedé con una cicatriz que me delataría ante los sabuesos de Interpol.
En un correo que retomo parcialmente para recordarme compromisos adquiridos y con la ilusión de que pueda servir a otros en parecidas circunstancias, agradecí al doctor Santiago Escandón y a otros colegas suyos de Colsánitas que me dejaron cero kilómetros:
Al doctor Escandón, salud.
Le cuento que finalmente le escurrí el bulto a cualquier cirugía estética. La cremallera la asumo como una condecoración ganada en combate. Así marcharé al horno crematorio.
Ustedes me tienen disfrutando de familiares y amigos, mirando atardeceres, amaneceres, puedo abrir y cerrar una ventana, veo aterrizar aviones, crecer las plantas, puedo leer y escribir, lo que me ha permitido levantar para los garbanzos.
Además, asisto al crecimiento de tres nietos que tienen en este abuelo a su bobo propio. Hay un cuarto nieto en camino: un bebé cucarachero, uno de esos pájaros felices en su simplicidad que con su canto no le ocultan el sol a ningún colega. Vivir simple, sencillamente, sin estridencias, como ellos, es mi nuevo norte. (Luego vendría la última nieta, llona. Los nietos son la prueba reina de que existe la reencarnación, leí por ahí).
Cuando oí la palabra cáncer después de los exámenes que me hicieron en Colsánitas, me asusté. Hasta testamento les hice a mi señora y a mis dos hijos.
Claro que la descripción de mis bienes cabe en media servilleta, pero bueno. No es mucho lo que tengo para dejarles, salvo unas ganas bárbaras de vivir hasta que san Juan agache todos sus dedos.
Sentí la angustia, el desconcierto, el estupor, el culillo -uno de los nombres del miedo- de quienes padecen los rigores del cáncer. Me veía cargando gladiolos. Hasta alcancé a decirme que si tenía una segunda oportunidad sobre la tierra sería mejor, cambiaría radicalmente.
Volví (¿¡) a creer en Dios. Ya aliviado, he vuelto a ser el mismo petardo de siempre, escéptico en sus ratos de ocio. Menos mal Dios se muere de la risa con “ateos” de dos pesos como yo. Trabaja para todos, creyentes y no creyentes. "Perdonar es su oficio", como dijo algún filósofo alemán.
Prometí darme más al prójimo en esta segunda oportunidad pero esta asignatura sigue pendiente. Espero no desocupar el amarradero sin hacerlo.
El cáncer me permitió entender mi fragilidad, me notificó que con un escueto soplo puedo abandonar la pasarela, y que más vale que siga confiando en ustedes. Como que no soy inmortal… (El rollo sobre mi cáncer anda publicado en la revista Sanitas y en Papeles, mi blog).
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