Modestia, apártate, pero he tenido éxito con las mujeres. No sé qué me vieron, qué me hace irresistible, pero me han dado una robusta mano. “No tengo quejas de la ternura”.
Recordaré algunas féminas que mimaron estas carnitas cuando me largué de la casa por segunda vez. Escogí Bogotá como escenario. No fue fácil renunciar a la muelle condición de pato de Junín. Tenía más futuro un ciempiés.
Años sesenta y monedas. La segunda y definitiva vez que probé suerte en Bogotá llegué a la casa de doña Aurita de González en el barrio 12 de octubre.
En esta ocasión me quedé 45 años. En Bogotá, no en casa de doña Aurita. Disfruté su hospitalidad lo que dura un delicioso ajiaco y un baño para sacudirme el polvo que acumulé en primera clase… de Flota Magdalena.
Mis papilas gustativas retienen el sabor de un plato entonces desconocido. Lo mío eran frisoles “las más noches”.
En exquisita reciprocidad, mi tía Fanny se casó con su hijo Guillermo. Surrealista forma de devolver un ajiaco.
Tres años antes, con un cuarteto de prófugos del andén de Envigado, desembarcamos en el mismo barrio en busca de un espacio bajo el sol laboral. Nos la pasábamos jugando cartas. No éramos la versión masculina de la Flor del Trabajo.
En menos que se persigna un boxeador, los ilusos Muñoz, Uribe, Vélez y Domínguez, regresamos a la sazón casera.
Soy negado para la cocina. Admito que obedecí a rajatabla el adagio que reza: “Los hombres en la cocina huelen a rila de gallina”.
Pero en gastronomía he tenido la buena suerte de los corruptos antes de que los pillen.
De la sazón de doña Aura pasé a la muy exquisita de doña Lucía de Vasco. Su sancta sanctorum de la buena mesa quedaba en Chapinero. Como era amigo de esa familia envigadeña, me servían la presa más grande para estupor y envidia maluca de mis compañeros de trinchetes.
Conocía todos los recovecos de la comida criolla. Aceptaría ir el cielo, pabellón de los cocineros, sOlo si doña Lucía pernocta allí. Sus hijos y nietos heredaron sus destrezas culinarias.
Luego anclé en una casa de inquilinato del centro bogotano. En los gélidos cuartos faltaba ternura de mujer.
Quedaba cerca de Todelar donde devengaba 900 pesitos mensuales como patinador estrella.
Doña María se quedaba con sustanciosa tajada del salario que alcazaba hasta para sí fornicar.
En la casa había más gatos que inquilinos. Había adiestrado a sus felinos para que “ladraran” si detectaban presencias nocturnas de tacón alto.
Los domingos había agua caliente. El cumpleañero de turno estaba invitado a almorzar. En una ocasión decliné la invitación porque la víspera había muerto de sus siete vidas uno de sus “tigres en miniatura”. No me desvelaba comer ajiaco con gato.
En el día de ellas, flores virtuales para mi harén de mujeres bogotanas.
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