Mi primer oficio, el de niño, lo ejercí a fondo. Hice méritos para ganarme el apodo de “anticristo de la calle” remoquete que les dan en Brasil a los chinches. No tengo quejas de las demás etapas vividas, incluida la de “viejenial”, el nuevo alias que nos tienen a los muebles viejos.
Con ocasión del día del trabajo, recordé otros destinos realizados. El segundo oficio fue el de mensajero con el que me financiaba el matinal del domingo.
En mi niñez vendí los periódicos El Colombiano y El Correo. Mi condición de voceador de prensa me convirtió en periodista por ósmosis. El oficio me entró por el sobaco.
En la escuela vendía delicias gastronómicas caseras. También las vendía en la calle, el mejor cuarto de la casa, ayer y hoy.
Brillé como patinador en Todelar-Bogotá donde me gradué como lector y cortador de cables de las agencias Upi, Ap, France Press.
Que no falten los destinos de tendero, alcahueta de novios furtivos, paseador de perros (hoy lo soy de Nacho, nuestro chihuahua).
Fui tahúr sin pedigrí, me desempeñé como barman-siquiatra tan diestro como el de la película Casablanca; fracasé como vendedor de camisas de segunda en pueblos de Antioquia.
Desplumé marranos como jugador de ajedrez que participó en un torneo universitario en Barranquilla, en los dorados años sesenta. No hice quedar mal el puesto de interior derecho, el número diez en la burocracia futbolística actual.
Nunca fui maestro de nada; he sido aprendiz de todo. Tampoco me he desempeñado como coach ontológico transaccional (¿¡), youtuber ni influenciador.
Fui portero en salas de cine, lo he hecho bien como peatón, contribuyente, elector, celador. He ayudado a correr catres.
Fui barrendero estrella en la biblioteca del seminario de Manizales, donde descubrí el encanto del Índice de libros prohibidos. Aspiré a papa pero no pasé de monaguillo.
Además de iluso, romántico e ingenuo de profesión, he sido acreedor, deudor y fiador de amigos que se olvidaron de pagar el arriendo.
En algún periódico vespertino redactaba el horóscopo en las incapacidades del titular. El zodíaco nunca me rectificó.
He ganado denarios como corrector de textos; un mal prólogo mío desprestigia algún buen libro; el mundo me ignora como poetastro de versos precarios que de pronto cometo. Mercenario de la pluma redacté textos políticos para electores tibios.
He escrito cartas de amor para novias ajenas. Y para las propias, porque la caridad empieza por casa. Durante veinte minutos trabajé en una librería agáchese del centro de Bogotá.
Me han echado de muchos puestos. Solo lloré cuando me destituyeron como lector de cuentos de mis nietas. El primero en dormirse era el abuelo. Sigo ennieteciendo a paso de ganso.
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