Lo conocí hoy hace 38 años, el 15 de junio de 1979. No le paré bolas. El Hércules 1001 de la FAC me parecía un pájaro bobo, sin ángel. Al principio lo miré de arriba abajo, como miramos al vecino del ascensor o del edificio al que le negamos una desteñida sonrisa.
Desde entonces miro los aviones Hércules con una mezcla de agradecimiento, respeto y cariño. Si me encuentro aquel 1001 en algún hangar peinando canas, ennieteciendo, tal vez gotoso o con la próstata averiada, lo invito a tinto. Gracias a uno de estos cachivaches salgo para el siguiente párrafo de esta columna.
En plena guerra de los sandinistas contra el dictador Somoza, nuestro FAC C 130 fue ametrallado tres minutos antes de aterrizar en el aeropuerto Las Mercedes, de Managua.
La nave iba a evacuar a un grupo de colombianos asilados en la embajada. La idea era regresar el mismo día a casita.
Si las balas de ametralladora calibre 30 y 50 disparadas por somocistas no tumbaron el aparato es porque Dios es muy grande, como dicen los ateos pacíficos.
La guardia de Somoza le adjudicó el atentado a los rebeldes. Estos se “ponciopilatiaron” las manos y responsabilizaron a sus enemigos. Pero aquí seguimos disfrutando de una segunda oportunidad. El oficio de sobreviviente da cierto hálito de fugaz y feliz inmortalidad.
“Si la bala que perforó el tanque de gasolina hubiera pegado 50 centímetros a la izquierda, se habría incrustado en la turbina, la cual hubiera estallado automáticamente”, nos dijo el coronel Hugo Beltrán, piloto del avión, mientras veíamos gotear gasolina.
De haber ocurrido lo narrado por mi coronel Beltrán, los 23 pasajeros entre tripulantes y periodistas que íbamos a bordo, seríamos puré de eternidad. De pronto algún despistado burócrata nos habría declarado héroes. Nos sucedió algo mejor: seguimos amancebados con la vida. En casa nos querían vivos, no inmortales… en el cementerio.
Estoy esperando que de la revista Selecciones me pregunten por mi personaje inolvidable para darles el nombre del coronel Beltrán. Cuando me lo encontré en un restaurante le di estrepitosas gracias. Del abrazo que le afrijolé casi le estropeo la silla turca. Me dijo: “Lo que hice yo, lo habría hecho cualquiera en mi lugar. Dele gracias al avión Hércules y que ojalá compren más”.
Hace unos meses, a bordo del Hércules 1040, estalló una granada, con saldo de un soldado muerto y numerosos heridos. El mayor Wilbert Agudelo, comandante del avión, logró llevarlo a buen puerto, la base aérea de Apiay, Villavicencio, después de una travesía - pesadilla de 20 minutos. 60 personas se salvaron gracias al feo armatoste.
Los aviones Hércules casi piden perdón por su dudosa estética. Duran más que el olvido. Aguantan el uso y el abuso. Como las escaleras de pueblo están hechos para la fatiga. Nunca sacan vacaciones. Los amo.
Gracias, Herculito.
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