Dura segundos, pero en esa mirada periférica lo exploran todo. Saben quiénes están firmes en la estrepitosa caída. O quiénes faltan en la sala del tribunal donde los aprietan por pisotear los códigos.
¿“Qué se ficieron” quienes se lucraron del enriquecimiento, la trampa, el engrase?
Esa mirada atrás es tan angustiosa que ganas dan de compartir con los empapelados una miajita de la libertad que perdieron por haber dejado a miles sin el pan y sin el queso, a cambio de engordar impúdicamente sus arcas.
La comparecencia en los estrados judiciales es el equivalente a la hora de sol que les regalan a quienes lucen el traje a rayas del presidiario.
Suelen aparecer en la pasarela judicial bien peinados, recién fugados de la ducha, “pantalón largo, a la moda”. Que no se vea la pobreza ni la incomodidad del encierro doméstico.
O de la jaula de oro carcelaria, cuando el abogado de paredes ametralladas de diplomas y muchos ceros a la derecha a la hora de facturar, no coronó la mansión por cárcel.
Las fotos o las imágenes que se publican son elocuentes. Queda reconfirmado que una foto vale más que mil que mil orgasmos, perdón, que mil palabras.
Los encartados saben que tienen que aprovechar esas briznas de tiempo de la vista atrás. En esa mirada dan órdenes, piden explicaciones, se lamentan. Ordenan destruir evidencias. Indagan a quién más hay que sapear para adelgazar el encierro. Fuera escrúpulos.
Sin desatar palabra, en su rostro convertido en alfabeto morse de señales, imploran que sigan viniendo. O que ni se les ocurra aparecer de nuevo.
Una fugaz matadita de ojo que en épocas de vacas gordas utilizaron para seducir féminas retrecheras puede significar: Desaparezcan discos duros, papeles, todo.
Ese “cuasisemiexgozquejo” de calma que aparentan convence poco. Es falsa como algunas retaguardias o vanguardias femeninas hechas en el quirófano. La procesión va por dentro.
A veces el fulano que tumbó, sobornó por debajo o por encima de la mesa, que “interbolseó” u “odebrecheteó”, aparece con la sonrisa de quien se absuelve a sí mismo: “Yo no sé nada, yo llegué ahora mismo, si algo pasó, yo no estaba ahí”.
Cuando no está mirando p’atrás como los jinetes al final de la carrera, se asila en el hombro o le pone la oreja al abogado ducho en aplazamientos, prescripciones, recusaciones y similares.
Terminada la función regresan a casa, o a la cárcel de cinco estrellas con la ilusión de volver a mirar pa’tras en próxima ocasión. Al único que pueden mirar de frente es al sujeto que les devuelve el espejo que les reprocha su pobreza ética.
(Estos personajetes guardan una cara exclusiva para ellos: la de secreta felicidad de quien sabe que pagará pronto el canazo, y los que salen a disfrutar de sus fechorías de malandrines de cuello blanco).
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