Balompédicas (1)
Como es hora de ponernos en modo mundial de fútbol de Rusia arranco con estos disparates sobre el deporte que nos hermana y nivela por lo alto.
Cuando el hombre decidió coger el mundo a las patadas inventó el fútbol.
¿Será casualidad que los ingleses no solo inventaron el fútbol, sino que también son los “creadores” de los gringos, la minifalda, la ley de la gravedad, el whisky y la anestesia?
Cada cuatro años, durante el mundial, los cardiólogos afilan el bisturí para operar corazones averiados de hinchas frustrados.
También este año el goleador del mundial debería ser declarado el poeta del año, como proponía Passolini.
A esos balones que pegan en el palo y se niegan a entrar, les quedaron faltando cinco centavos para el gol.
Los zurdos también son gente. Lo demuestran jugadores como Messi, cuya estrella se apaga cuando juega con su selección.
A los futbolistas los suicidan pronto en su espléndida primavera. Tienen corta vida útil. Pero han aprendido: ya aparecen en revistas del corazón acompañados de mujeres de viento, sacadas de la pasarela, olorosas a Chanel.
Los nuevos dueños del balón se tutean en el baño turco y en el club con sus asesores económicos egresados de Harvard. Tienen los pies en la cancha y el corazón en Wall Street.
A los jugadores que se sacan los mocos en vivo y/o escupen en varios idiomas deberían obligarlos a aprenderse de memoria la urbanidad de Carreño… en chino. (En el último mundial, el entrenador alemán no solo se sacó los mocos en vivo por televisión: se los ¡comió!).
Alguien hace un gol y automáticamente recarga las pilas. Queda como tocado por diez dosis personales de perica.
A algunos goleadores les caen tan duro sus compañeros para felicitarlos que la próxima vez lo pensarán dos veces antes de anotar. Primero vivir.
Los futbolistas deberían jugar con cinturón de castidad. No para pecar dentro de la cancha, sino para proteger sus partes pudendas en los tiros libres que podrían dejarlos estériles.
Los científicos están en mora de perfeccionar un chip para incorporarlo al balón. El objeto de este chip sería ayudarle al árbitro a equivocarse menos. La idea es tener árbitros infalibles, como los Papas.
Hay mucho de beso de Judas en ese apretón de manos que se dan los jugadores antes del comienzo del partido. Me recuerda la precaria paz que nos damos en misa para luego volver al rencor.
Los dueños de ataúdes y hornos crematorios están obligados a ofrecer precios de temporada durante los mundiales.
Arqueros hay que se salen de la ropa porque sus defensores los hacen trabajar excesivamente. Estos quejosos deberían permanecer en casa acariciando el gato.
Fútbol sin goles es como una puesta de sol sin sol.
Muchas veces los jugadores son objeto de faltas tan salvajes que la FIFA debería exigir la presentación de los planos de cada futbolista, para rearmarlo en caso de emergencia.
En toda chilena hay un golpe de estado al balón. (Eduardo Galeano cuenta que la chilena fue inventada por Ramón Unzaga en una cancha del pueblo chileno de Talcahuano).
Ser cuarto árbitro es tan emocionante como ser alcalde de la ciudad de hierro.
Después de arruinar los tobillos o la rodilla del rival, ciertos profesionales del juego brusco alzan las manos tratando de minimizar el ataque. Es un falso positivo al árbitro para que no los mande al vestuario.
Ojalá los jugadores y árbitros del futuro lleven micrófonos ultrasensibles incorporados que nos permitan a los hinchas saber qué comentan o qué insultos intercambian entre ellos durante el partido. Sería el auténtico reality en vivo.
Del académico Javier Marías es esta bella hipérbole: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”.
¿Por qué los jugadores aplauden a los colegas que les envían balones imposibles de controlar?
“Cuando dos equipos empatan, ambos pierden. Es una derrota recíproca y humillante”, pontifica el dramaturgo y gran cronista brasileño Nelson Rodrigues.
Aficionados hay que si no los muestran siquiera una vez en las transmisiones de televisión, consideran que reencarnaron en vano.
Gracias a la televisión decenas de maridos desaparecidos son sorprendidos por sus esposas con las manos en la masa femenina ajena en las graderías. Antes de salir de casa dijeron que se iban de junta.
El Charro José Manuel Moreno, uno de los jugadores más talentosos que ha estado en Colombia, desechó jugosas ofertas del Nacional de Montevideo y prefirió seguir en Defensor, solo porque allí jugaban sus amigos. Los románticos pasaron al archivo. El Charro jugó en el Independiente Medellín. (Muchos colegas suyos lo consideran el mejor jugador argentino de la historia por encima de Maradona y Messi).
Se lo contó a Hernán Peláez el delantero uruguayo Ghiggia, autor del gol que le valió a Uruguay el mundial de 1950, en el célebre maracanazo: “Hicimos colecta para celebrar el triunfo en la habitación del hotel”.
Y el capitán de la selección uruguaya, Obdulio Varela, en la noche del triunfo sobre Brasil se fue a los bares de Río a beber cerveza y a consolar a los vencidos.
Las finanzas del niño Alberto Camus, futuro Nobel de Literatura, eran tan precarias que jugaba de arquero porque en ese oficio se gastaban menos los zapatos.
El fútbol ha mostrado la debilidad de occidente por el hedonismo y de oriente por el dolor. Cuando le cometen falta a un jugador occidental, simula morir. Los orientales se levantan en medio del dolor, se ajustan el esternocleidomastoideo averiado por el golpe aleve del rival, y regresan a la fatiga.
En tiempos de un mundial, la humanidad tiene la televisión por cárcel.
Aunque no lo crea el padre Astete, el fútbol sirve para demostrar la existencia de Dios: cada vez que marcan un gol, los jugadores miran al cielo en acción de gracias. Si pierden, también miran hacia allí en señal de reproche al Galileo. Dios no puede ser y no ser al mismo tiempo. Déjenlo tranquilo que está ocupado “fabricando estrellas”.
El fútbol, esperanto de los goles, permite disfrutar lo mismo una buena cabriola ejecutada por un danés, un brasileño, un alemán o un oriental.
Felices los árbitros que tienen 90 minutos para que les recuerden a la mamacita.
Cuándo éramos jóvenes, audaces y bellos, el balón con el que jugábamos tenía cirujano plástico propio: el zapatero remendón del barrio que lo “operaba” cuando se descosía porque acusaba fatiga de metal.
Hablando de árbitros que se equivocan, conviene recordar lo que Wilde leyó sobre el piano de un bar en Nueva Orleáns: “No disparen sobre el pianista: procura hacerlo lo mejor que puede”.
A medida que sus equipos son eliminados, los entrenadores derrotados llaman a sus mujeres -o amantes- desde el camerino, y les ordenan que empiecen a mirar avisos clasificados a ver qué oficios están disponibles.
Poniéndonos metafísicos, digamos que vivir es cambiar de balón.
La historia, implacable, suele abreviar. Solo recuerda a los ganadores. “El segundo siempre es el primero de los derrotados”.
Pasar del mundial al balompié local es como hacer el tránsito de la langosta al proletario chunchullo o chunchurria. Pero toca. El fútbol es el fútbol en cualquier parte.
Tanta estadística inútil le resta seriedad a los análisis. Para el mundial de Rusia sabremos cuántos zancudos murieron aplaudidos el tiempo que duró equis partido.
Con mostrarles fotos de la cara que ponen los arqueros cuando les hacen un gol, los padres podrían convencer a sus hijos de que se tomen la sopa.
Hay técnicos que ante los desaciertos de sus pupilos reaccionan como si el mismo día hubieran perdido la mamá, la esposa, la amante y la billetera con papeles y todo.
Los tiros penaltis generan tal presión que deberían cobrarlos los presidentes de las federaciones.
Produce pánico ajeno ver a los pobres que hacen la barrera en los tiros libres tratando de proteger lo que natura les puso abajo del ombligo.
En Brasil, no hay himnos antes de un partido. A lo que vinimos, vamos. Que ruede la bola.
Iluminados como Ronaldo y Messi convirtieron sus prosaicas extremidades en multinacionales del entretenimiento.
Los desencantados jugadores relegados a la banca tienen cara de retrato hablado. Lucen el rostro inconfundible de quien va camino de la horca.
Las bellas que deseen perpetuar su esbelta figura pueden adoptar, gratis, la dieta del fútbol ¿O han visto a los divos del campo de juego con llantas, michelines, celulitis o estrías a la hora de celebrar un gol?
Por la cara que ponen los jugadores, la letra de los himnos de los distintos países parecen escritas por el mismo profesor distraído de preceptiva literaria.
¿Qué piensan de la vida esos balones decisivos que golpean en el travesaño, a espaldas de los arqueros se pasean por la portería como Pedro por su casa, y regresan al campo de juego, muertos de la risa, sin haberse convertido en el redondo orgasmo del fútbol, como dirían pornógrafos de pacotilla?
Hay un recurso infalible para ver los partidos con lo poco o mucho que sabemos: accionando el botón del silencio. Así escapamos a la dictadura de los que analizan el juego que nos hacen sentir perfectos imbéciles.
Los kamikazes futbolistas nipones le caen al balón como quien ve llover aviones sobre Pearl Harbor
Del hincha dijo alguna vez el fallecido jugador brasileño “Mané” Garrincha, en el ocaso de sus goles: “Al igual que los payasos en el circo, nos aplauden si lo hacemos bien y nos insultan si lo hacemos mal; pero de ambas maneras los estamos divirtiendo”. (De Garrincha es esta aspirina para el alma: “Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí”).
Los hinchas necesitamos estar sufriendo. Son gajes del oficio. Así que no se nos tilde de traidores si vamos cambiando equipo a medida que mandan a casita a la selección de nuestras entretelas.
Entre la alegría y la tristeza no hay más distancia que una lágrima.
Esto es válido en el amor y... en el mundial donde la alegría de los ganadores contrastará con los lagrimones de los perdedores.
Los tiempos cambian: la noticia del descubrimiento de América se conoció tres meses después en Europa. Hoy se produce un prosaico gol y millones lo disfrutamos en directo.
Hay goles tan bellos que el arquero debería correr a llenar de besos de felicitación al que lo hizo. Por ejemplo, el gol de chilena de Bale, del Real Madrid, al arquero alemán del Liverpool, Loris Karius.
Siento que cambié tanto de equipo en el pasado mundial que tuve que reducir mis salidas a la calle. No podría mirar a los ojos a la señora que me vende el pan y la leche. O el aguacate para el almuerzo.
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