Entre gallos y medianoche recuerdo el día del primer censo. La década del cincuenta transcurría a paso de ganso. El Niño Dios era el Niño Dios. No se conocían el estrés ni el manicure. Todo era pecado.
La escenografía estaba dispuesta para la insólita liturgia. Desde la pared, el cuadro del Corazón de Jesús no quería perderse detalle. Hubo baño tempranero y desayuno con un huevo para dos.
Los hermanos, cuatro mujeres, dos hombres, estudiantes en las escuelas del barrio -algunos de los datos que apuntó el del censo-, lucíamos ropa de pontificar.
Los más pequeños estrenábamos viejo, vale decir, la ropa heredada del mayor, hecha en la máquina Singer que le puso banda musical a la infancia. El ama de casa, mi madre, era dentrodera y cocinera. Como no conocía el preservativo de pared llamado televisor, criaba hijos para el cielo.
Ese domingo que nos quedamos sin matinal doble, parecía que fuéramos a recibir al papa. Con el funcionario del censo tuvimos el primer gran contacto con el poder político.
Antes nos las habíamos visto con los poderes eclesiástico y militar. El primero lo encarnaba el párroco que oía en confesión pecadillos ingenuos, como la generación que nos tocó. Me dio envidia el destino de cura pues incluía perdonar pecados inventados para romperle el pescuezo a la cotidianidad.
Otro pecado andaba suelto por ahí, el original, regalo de Adán y Eva. Nacíamos sobregirados, cargando el bacalao de un pecado ajeno. Este detalle no le interesó el censista. La burocracia evade las minucias.
El poder militar iba por cuenta del policía de la esquina, general de un sol, el que alumbra para todos. Era el encargado de garantizar la seguridad democrática. (Sería imperdonable olvidar al poderoso médico familiar que lo curaba todo. La ciencia médica no había desguazado el cuerpo humano para repartirse las distintas presas por la vía de la especialización).
El padre, encachacado, monopolizaba las respuestas que el forastero apuntaba, a lápiz, en un cuadernillo. Los de la base no desatábamos palabra y lamentábamos que ese toque de queda que nos impedía el contacto con la calle, el mejor cuarto de la casa, no se hubiera realizado entre semana para capar clase. Menos mal alguien inventó la resiliencia que nos permitió superar traumas como ese.
El censista fue atendido con vino y galletas, la moda de entonces. O con mazamorra cuñada con dulce macho.
Quedamos con la sensación de haber hecho patria con los datos suministrados. Terminado el ritual, el empadronador sacaba un papelito, lo untaba con goma y lo pegaba en la puerta: Censado. Brazo en alto, el funcionario se despedía, sonriente, satistecho.
Me tomaré una selfi con uno de los 32 mil empadronadores adoctrinados para el censo de 2018. Me gustaría incluir en la selfi el cuadro del Corazón de Jesús… O la Singer. O ambos.
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