El poeta que sabemos asegura que “todo nos llega tarde, hasta la muerte”. No es cierto, pero los poetas son mentirosos que siempre dicen la verdad. A otros mortales nos llegan tarde palabras como conticinio y serendipia.
A conticinio llegué por arte de serendipia que es encontrar lo que no se estaba buscando. Buscar una cebra, por ejemplo, y tropezar con un paso cebra. Intentar un soneto y terminar redactando un árido manual para desguazar el átomo.
Una de las sorpresas del español es que tiene palabras para nombrarlo todo. Es uno de los tantísimos asombros que depara la lectura de Don Quijote que en abril siempre está de cumpleaños… de muerto, junto a su creador, Cervantes.
En su andadura, el caballero de la desnutrida figura no necesitó de conticinios ni de serendipias. De hecho, el idioma español estaba en paños menores, comparado con el alud de palabras que vendría después.
Sin confirmar sí lo digo: fue en un ataque de conticinio que Don Alonso se inspiró para escribirle la carta de amor a la sin par Dulcinea del Toboso que el cartero Sancho nunca entregó. Existía el eco, wasap de la época, pero Don Quijote prefirió la entrega personal.
Para muchos caminantes de la llanura, la del conticinio es la mejor hora del día. Saca la jornada del anonimato. Es el momento en que “el músculo duerme, la ambición descansa”. El diccionario lo define como “hora de la noche en que todo está en silencio”.
Borges dio gracias “por los minutos que preceden al sueño”. Conticinio puro. Moraleja, al diccionario deberían redactarlo poetas y cantantes de tangos.
A esa hora íntima, personal e intransferible, no le entra ni el magníficat. No hay peligro de que el papa Francisco llame a pedirnos que le fiemos para un apartamento.
Tampoco es posible que se cuele en el computador el último trino de Trump golpeando en las partes pudendas la sensatez y la gramática. Como en sus trinos suele confundir un verbo con un adverbio, se desquita arrojando bombas en alguna parte, destituyendo subalternos encopetados, o soñando con muros.
El conticinio es mi mascota. No soportaría que se acabara el mundo a esa hora. Que se acabe en horas de oficina. Jamás entre las once y las doce de la noche.
En estos momentos suelo poner a funcionar el espejo retrovisor y releo viejos textos. Como estamos de feria del libro bogotana y de mucho mes del idioma, esta vez volví sobre Don Quijote, a quien Alberto Velásquez Martínez acaba de dedicarle un bello libro: “El Quijote en América, Colombia y Antioquia”.
También frecuenté a mis viejos parceros Verne, Salgari y Dumas. Sus personajes me acompañan como ángeles de la guarda alternos.
Antes de ingresar a esa obra de ficción llamada sueño, no sobra empacarse una dosis personal de conticinio.
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