No fui amigo del Nobel, nunca parreandié con él, no canté vallenatos ni boleros con el fabulista, no viajé con él en el mismo avión a Estocolmo donde recibió el Nobel.
Nunca le dije Gabo a él, ni Gaba o Mercedes a su mujer, no lo acompañé en su último viaje en tren a Aracataca, no lamenté el nocaut que le propinó Vargas Llosa. (Nos habríamos perdido el sonriente retrato con el ojo colombino que le tomó el fotógrafo colombo-mexicano Rodrigo Moya).
Jamás fui invitado a ninguna de sus casas, nunca me leyó, no tengo la primera edición de ninguna de sus obras, no tuve en mis manos un ejemplar de “En agosto nos vemos” que dejó escrita, jamás me envió los originales de sus libros para que le capara adverbios terminados en mente que le dañaban hasta el primer tetero.
No asistí (¡pobrecitico de mí!) a ninguno de sus talleres en la Fundación Nuevo Periodismo, de Cartagena, no figuré en el sanedrín que copó el avión presidencial que viajó a México para el homenaje colombo-mexicano, no lo vi hacer papeles menores en películas basadas en guiones suyos.
No tengo dedicado ninguno de sus libros (pero me autodediqué Cien años de soledad: “A un tal Domínguez, eterno novel”, Gabo), no asistí al bautismo de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, nunca le hice entrevista exclusiva, no compartí hambres con él en París, no me menciona en ninguna de sus novelas, ni en el pasa de sus crónicas periodísticas. Nunca dudé de que era Nobel en periodismo.
No soy su pariente ni en el millonésimo grado de consanguinidad, no he ido a Aracataca pero pienso volver, no trabajé con él en el fugaz periódico El Comprimido que hizo con el Mago Dávila, linotipista, tampoco en Prensa Latina (envidio al prolífico y siempre lúcido escritor quindiano Jaime Lopera quien sí lo hizo); no aprendí del maestro Gabriel en las revistas Alternativa y Cambio. Era una cátedra ambulante.
No me habría chocado jugar ajedrez con alguno de los personajes de sus libros. No me darían un brinco, inmodestia aparte.
No me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa, no dudo que leerlo nos hace inmortales… mientras estemos vivos.
No sé dónde andaba yo cuando durmió ocho días en la casa del campeón de ciclismo Ramón Hoyos, en Medellín, según cuenta Orlando Casas en su libro, “Buenos Aires, portón de Medellín”.
No fui escogido por el maestro Guillermo Angulo entre los doce amigazos que lo acompañaron a Estocolmo a recibir el Nobel; fue a Angulo, no a mí, al que Gabo le dio este consejo: “Ser buen escritor consiste en escribir una línea y obligar al lector a leer la siguiente”?
En “represalia” soy gabólatra sectario. Me doy besitos de felicitación por haberlo retratado en Estocolmo firmando “Cien años…”. (Lo vi por primera vez en carne y leyenda en la Casa Blanca, en Washington, en la firma de los tratados Torrijos-Carter, 1977. Lo invitó Torrijos).
Dios no tomará represalias contra él por su agnosticismo. Es más, ya lo tiene a su diestra mano. ¿O será a la izquierda? Dios no tiene presa mala. (Sus personajes creían por él: “Dios es mi copartidario”, decía el célebre coronel…. Sus lectores no descansaremos en paz siempre que lo leamos).
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