Aunque desde pequeño mostró su gran vena humorística, el tío Francisco Correa Trujillo, el menor de la camada de los venerables abuelos titiribiseños Abel y Margarita, nunca quiso abrirse su propio espacio en la radio y la televisión, porque consideraba que el humor es (y será siempre) cosa seria.
Los divertidos chascarrillos que el menudo “Pabilo” soltaba en las tertulias eran todos de su propia autoría. No necesitó libretista, ni recurrió al chiste callejero, ni a la vulgaridad para hacer reír a los demás. No llevaba libreta para su repertorio. Tenía una memoria prodigiosa, de archivo. No repetía chispazos ni a ruego de sus pequeños y particulares auditorios. Otro ítem: su magra figura le ayudaba.
Si hubiese sido argentino, Pacho o Quico habría encajado perfectamente en el grupo de instrumentos informales ‘Les Luthiers’, pues tenía, además de su creatividad, un gran oído musical y una voz de bajo excepcional, que alabaron el aguadeño Obdulio Sánchez (segunda voz de Julián Restrepo, el otro Gordo) en una noche de bohemia, en el restaurante “El Crillón”, y Rodolfo Pérez González, alma, corazón y músculo de la Coral Tomás Luis de Victoria, en los ensayos y en los conciertos. En noches de jolgorio bellanita, el querido personaje formaba admirable dupla bambuquera con su sobrino Jorge Cadavid, el mayorazgo de su adorada hermana Angélica. Todos deben de estar a la diestra de Dios Padre.
Devoto practicante del humor fino, cargado de ingenio, tuvo su “santísima trinidad” en Groucho Marx, Hebert Castro y Humberto Martínez, de quienes solía decir que jamás cometieron la estupidez de reírse de sus propios chistes (antes o después de contarlos), puesto que ya se los sabían.
Su matrimonio con Lourdes Acevedo se convirtió en rica fuente para su divertimento cotidiano.
Ella le increpó un día de pago: “Pacho, vos ¿en qué te gastás toda la plata que te ganás”? Respuesta: “En un ‘enredo’ que tengo con vos, hace 20 años”.
Para describir lo necia y caprichosa que era su esposa, decía que en un viaje de paseo, después de una escala para desayunar en el Alto de Minas, se enroscó y le notificó: “Ni me quedo aquí, ni sigo para Manizales, ni me devuelvo para Medellín”. Qué berrinche el que formó la dueña de sus quincenas. Él juraba que cuando el cura los casó, al impartirles la bendición, les dijo: “Os declaro ‘jodido’ y mujer”.
Una noche lo pilló su esposa en acrobacias de catre con la muchacha del servicio. Él escapó empiyamado y se refugió en la tienda de la esquina, de propiedad de un amigo. Al rato apareció, maleta en mano, la cesante trabajadora doméstica, que, al despedirse, le dijo: “Bueno, don Francisco, me voy; yo no puedo volver a su casa”. Pacho le respondió: “Usted siquiera no puede volver… yo que tengo que volver”.
Vecino de las lomas cercanas del oriente medellinense, cuando le preguntaban dónde vivía, contestaba: “En Manrique Montañal”. Como en su entorno funcionaba “Palos Verdes”, un punto de encuentro para las parejas que luego se irían de motel, le cambió el nombre al estadero: “Pa’los números”.
Una vez lo amonestó el gerente de la Nacional de Chocolates, don Samuel Muñoz Duque (hermano del cardenal Aníbal), porque combinaba su trabajo con las humoradas y provocaba sonoras carcajadas entre sus compañeros de oficina. Para justificar su silencio en el trabajo, decía que se lo había impuesto como penitencia “Mi dios Muñoz Duque”.
En su natal Bello se daba la mano, en el agudo manejo del gracejo, con Hernán Peláez, “Balaca”, enemigo personal del matrimonio, sacramento del que siempre ha dicho que “es un mal innecesario”.
La apostilla: En la antesala de la muerte, en el hospital de Palmira, Valle, Pachito Correa tuvo alientos para desparramar buen humor ante sus afligidos visitantes. “Cómo estás de repuesto, Quico”, le dijo (con el propósito de animarlo un poco) su sobrino Héctor Cadavid, el ingeniero.
Réplica: “Repuesto es un tornillo, mijo”. El pariente halagador volvió a la carga: “Quiero decir que te veo de muy buen semblante”. Y el querido paciente lo calló así: “Es que el que se está muriendo no es el semblante, sino yo”. Al sobrino se le escaparon dos grandes lagrimones.
Te seguimos extrañando, Pachito.
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