Eva Bertram, profesora de ciencias políticas en la Universidad de California y varios colegas suyos (Morris Blachman, Kenneth Sharpe y Peter Andreas), publicaron en 1996 una dura crítica al paradigma punitivo contra las drogas ilícitas. Su libro “Drug War Politics: The Price of Denial” (La política de la guerra contra las drogas: el precio de la negación), ejerció una importante influencia en las discusiones académicas sobre el tema tanto en Estados Unidos como en América Latina. De hecho, algunas de las recomendaciones del informe “El Conflicto, Callejón con Salida”, publicado por Naciones Unidas en 2003, se basaron -entre otras fuentes- en la crítica de Bertram y sus colegas.
Es realmente frustrante ver la impermeabilidad de los tomadores de decisiones de políticas sobre drogas ilícitas, frente a los argumentos que provienen de las ciencias sociales. La guerra contra las drogas ha estado en la agenda pública estadounidense desde 1914. Sin embargo, fue Richard Nixon quien, al comienzo de la década de los setenta, la convirtió en una guerra de alta prioridad para los intereses norteamericanos. A partir de ahí, el garrote gringo convirtió su interés nacional en una cruzada global. Los resultados de esa guerra no podrían ser más decepcionantes en términos de aumento del consumo y abuso de drogas, producción, tráfico, corrupción y violencia en los países involucrados.
A pesar de décadas de fracasos reiterados en la guerra contra las drogas, la respuesta de quienes tienen en sus manos las decisiones sobre este asunto no ha sido modificar la estrategia o intentar algo distinto. Al contrario, afirman que se debe intensificar lo que se ha venido haciendo. Intentarlo uno y otra vez con más fuerza. En su lógica, si el remedio no funciona no es por fallas en el remedio en sí sino porque siempre hace falta aplicar una dosis mayor. A los costos generados por la producción, comercialización y consumo de drogas ilegales, se añaden entonces los costos generados por la puesta en marcha de las políticas de tolerancia cero propias del paradigma punitivo. Se trata de costos humanos (derramamiento de sangre y problemas de salud pública), sociales (rupturas del tejido social, aumento de la criminalidad y desbordamiento de la capacidad de los sistemas penitenciarios), económicos (distorsiones de precios, burbujas especulativas, lavado de activos, corrupción, deterioro de la productividad), ambientales (destrucción de bosques, selvas y páramos) y, políticos (financiamiento de grupos armados ilegales, erosión de la capacidad del Estado para proteger a la gente y garantizar sus derechos, aumento de la popularidad de las salidas represivas y autoritarias). Está demostrado que la guerra contra las drogas no es parte de la solución sino del problema.
En su libro, cuyos argumentos conservan plena vigencia, Bertram y sus colegas señalan que parte de la explicación de esa impermeabilidad a la razón en la definición de las políticas antidrogas en los Estados Unidos y en el plano internacional, tiene que ver con un hecho desafortunado en la historia de la cultura política estadounidense: La visión sobre las drogas en ese país no fue moldeada por la tradición pragmática anglosajona sino por la cultura puritana. Así las cosas, el prohibicionismo no es visto como un medio (que podría ser cambiado o sustituido por otro), sino como un fin en sí mismo.
Ese perfeccionismo moral puritano también ha doblegado, en Colombia, a los enfoques científicos para el tratamiento del problema. Hoy, ante el aumento de las hectáreas cultivadas con hoja de coca -que es en buena medida una consecuencia de la persistencia del sesgo anticampesino y los desajustes históricos del mundo rural- se plantea la fumigación con glifosato. Que por favor alguien le explique al ministro de Defensa en qué consiste el efecto globo. La coca es una industria peregrina: cuando los campesinos no tienen formalizada ni garantizada la propiedad sobre su tierra, los cultivos se trasladan fácilmente de una zona a otra. Que alguien también le explique al ministro que un daño ambiental no se repara con otro.
Nota de pie: la propuesta de certificar a los “adictos” para no decomisarles su dosis personal es tan absurda, que corrobora lo poco que importan la inteligencia y la razón en este tema.
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